Actualizado: 28/05/2020
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La barra fresca, ácida y picante de Bérgamo y Correa
A 90 kilómetros de Madrid, entre montañas de vistas prodigiosas, hayedos y robledales centenarios, lagunas y ríos –el Jarama– se encuentra un lugar de nombre precioso y ajustado, la Sierra del Rincón. En ella se esconden cinco pueblos que han sobrevivido a la marabunta de la capital, porque en un tiempo fueron "la sierra pobre" y abandonada. Hoy son la joya de la corona aún por descubrir por miles de gentes. Prádena del Rincón, Horcajuelo de la Sierra, Montejo, La Hiruela y Puebla de la Sierra están impecables, reconstruidos con mimo.
Están en una Reserva de la Biosfera y es fácil de entender el porqué a la primera mirada. Pasar de la estación "marciana" de satélites de Gandullas-Piñuécar, para adentrarse en la carretera que asciende hacia Prádena del Rincón, es como recorrer nueve siglos en nueve kilómetros.
Esta primavera del 2020, un marzo y abril batiendo récords de lluvias, ha dejado las cunetas floreadas para pinturas algo empalagosas; los montes repletos de robles, pinos repoblados, avellanos, arbustos como la retama y plantas como el cantueso, bailando al son de una leve brisa.
Tanta belleza, en algunos momentos resulta ostentosa en demasía, como cuando uno se topa en una casa ya de por sí hermosa una grifería de oro en los aseos. Belleza macarra, que se diluye ante la elegancia del lirio silvestre y la peonía.
Este mayo, entre lluvias y sol, los alcaldes de la Sierra del Rincón han quedado en Prádena, a hora temprana para organizar las actividades conjuntas de sus pueblos, sus rutas verdes y los recorridos turísticos con vistas a lo que queda de primavera y verano. Tienen que compaginarse además con los técnicos de la Reserva de la Biósfera y el Hayedo de Montejo, el lugar más conocido y explotado de la zona, pese a que hay otros hayedos y paseos de montaña y bosque que compensan la de tiempo que hay que esperar para conseguir entradas al Hayedo.
"Convertirnos en Reserva de la Biósfera en 2005 ha ayudado mucho a todo lo que se ve, pero lo que realmente salvó a estos pueblos fueron las decisiones tomadas en los años 80, cuando se regularon las normas de urbanismo. Entonces se impusieron la piedra de la zona y la madera", explica Ascensión Hernán, educadora ambiental del Hayedo de Montejo y de la Reserva de la Biosfera, un equipo que trabajan con los cinco alcaldes de la zona.
Son tiempos extraños, donde las sensaciones hacia la gente de la capital son contradictorias. Se les espera con ansiedad –los turistas dejan dinero en restaurantes, alojamientos, tiendas– pero también son temidos por las ganas con que pueden asaltar calles y senderos.
"Aquí, en una Reserva Natural, pedimos que sean respetuosos con la gente, con el entorno. Que aprendan educación rural, con nuestros mayores, con los zarzos –las puertas de palos o hierros que dan acceso al monte, dehesas y cañadas– que los dejen cerrados o abiertos, como se los han encontrado; que respeten los caminos. Si señalan que no te salgas, no lo hagas. Recoge tu basura… Lo normal, lo que todos deberíamos hacer en el campo y en la montaña. Aquí hay sendas verdes y por los pueblos, muy hermosas, disfruten. Con educación", pide Ascensión.
La iglesia de Santo Domingo de Silos, al lado del ayuntamiento de Prádena, con el mirador a la vegetación del fondo, entre cantos de gorriones, golondrinas, vencejos y las campanas de las 12 –la hora del Ángelus–, cuando las tierras se araban solas, espera a los alcaldes tras su reunión. Al pie del claustro de la iglesia, todos piden "respeto y responsabilidad" a los visitantes, que cumplan las normas y estas gentes les acogerán con el cariño de siempre.
Desde la A-1, por Buitrago del Lozoya, da la bienvenida a la Sierra del Rincón, y Alejandro Romero, su alcalde, es consciente de ello. Por eso resalta que los turistas van a ser acogidos con cariño por sus 122 habitantes. A su espalda, la bellísima iglesia de Santo Domingo de Silos –en tiempos, de Santo Tomé y del siglo XII– con la mezcla de estilo mudéjar y románico, el alcalde recomienda la ruta hasta la Laguna del Samoral, un paraje cuidado, perfecto para hacer a pie, con niños y donde se puede disfrutar de la naturaleza y el agua, que abunda esta temporada. Dos kilómetros de ida y dos de vuelta, con fácil acceso.
Los robles, los majuelos, los álamos, abedules blancos y fresnos jalean a la retama, que ha estallado y rodea de amarillos el paraje –hay bancos y mesas alrededor– y los patos, que parecen de encargo para la postal. Pero el paseante puede comprobar a pie del lugar que no son de plástico.
Un soplo de sosiego se cuela entre las ramas, compartido con el sonido de los pájaros –somormujos, vencejos, porrón europeo– y grillos, en plena juerga del mediodía. Destinada a recoger el agua de la sierra para el riego de los huertos y los prados, la laguna ha enriquecido su flora y fauna en los últimos tiempos.
En una esquina, entre robles, las peonías silvestres lucen sus últimos toques de rosa y amarillo, festín de abejas y demás insectos. Se esconden detrás de la colección de rocas y piedras de la zona, cercana a un observatorio para aves.
Entre Prádena y Montejo, Horcajuelo no necesita competir con sus dos vecinos, mayores en tamaño, pero no en belleza según defienden sus gentes. No llega a los 90 habitantes y ese es uno de sus encantos. En los alrededores, de camino entre los pueblos, a veces en la cuneta y escondidos en los prados, asoman lirios de la sierra, de mayo –Iris xiphium– elegantes y sobrios entre tanto relumbrón.
Horcajuelo tiene un toque culto, que no solo de esplendor rural se alimenta el espíritu. Y su alcalde, César Fajardo, lo destaca, presumiendo de "La Fundación Vargas, donde guardan un buen número de obras de Ramón Vargas, un pintor vinculado a este pueblo –es vizcaíno– y con prestigio. Tiene obras en París, Suiza, Río de Janeiro y uno de sus cuadros, Dos Beatas, está en el Vaticano". La Fundación, inaugurada hace dos años, no está sola. La acompañan un museo etnológico y La Fragua –a la espalda del Ayuntamiento–, que aseguran entretenimiento para enanos y gigantes.
César, como otros alcaldes de la zona, comparte sus tareas con su trabajo –no son cargos remunerados– y ruega a las visitas "raciocinio". "Visitar y pasear por estos pueblos es puro placer. Pero no vengan en masa, con el espíritu consumista desbordado", sonríe el alcalde, mientras recomienda el paseo por la Senda de la Plata, en la salida del pueblo. Seis kilómetros abarcables, que llevan hasta la que fue llamada Mina San Francisco, explotada en el siglo XIX.
"Cuenta la leyenda del pueblo que estos tramos en las paredes de piedra seca, donde son más largas y altas y se colocan de otra forma, pertenecen a los novios que querían correr para casarse pronto. Porque la tradición establecía que el aspirante a marido tenía que demostrar su maestría construyendo diez metros de pared en el menor tiempo posible".
El relato pertenece a Félix Sanz, el concejal de Medio Ambiente de Montejo de la Sierra, un tipo afable, orgulloso de sus orígenes. "Yo soy de Somosierra, pero vivo aquí desde hace tiempo. Y no me importa recordar que nos llamaban 'la sierra pobre', lo fuimos. Qué orgullo vernos ahora". Lógico, sus 363 habitantes, sus casas cuidadas y sus calles, son testigos del orgullo justificado.
Félix estira el brazo mostrando la belleza que se extiende a los pies de los primeros tramos de la Dehesa Boyal, una ruta que tanto él como Javier Mantecón, el concejal de Cultura, recomiendan. Acto seguido se encamina hacia "la Fuente del Macarra, un chico que se llamaba Aurelio y se le hizo este homenaje al morir" añade Félix, en el camino de la Dehesa.
Son seis kilómetros de paisaje, cuatro estanques para suministrar a la regueras que van a los huertos, donde se puede admirar flora, fauna y alguna sorpresa, como un galápago que avanza entre las aguas del primer estanque. ¿Galápagos aquí? "Alguien echó cangrejo americano en los estanques –cuenta Ascensión, la educadora de la Reserva y del Hayedo– y los galápagos ayudan. Uno no debe bañarse ahí".
"Lo que pedimos a la gente que viene es que tenga en cuenta a nuestros ancianos, nuestra cultura rural; que dejen todo como lo han encontrado. Los zarzos para que no se escape el ganado, los caminos marcados. Pero nos encanta que nos vengan a ver", explica Javier, al tiempo que recuerda otras dos joyas del pueblo, además del paseo urbano: la iglesia de San Pedro, en el centro del pueblo. De estilo barroco, entre el siglo XVI y XVIII, además del curioso Horno suspendido en el callejón del Turco.
La parte tierna de Montejo –además de sus viejitos al sol, en una de las dos residencias que hay en el centro del casco urbano– es el banco que hay a la entrada. El mensaje "banquito de pensar", pintado por manos infantiles, provoca una enorme sonrisa.
"Es obra de los niños", comenta Ascensión. Trasteando por las calles del pueblo y pateando la Dehesa Boyal, al dejar las casas atrás se confirma la sensación de que Montejo es mucho más que su famoso hayedo.
Margaritas enanas, varas moradas –pequeñas orquídeas también llamadas Sangre de Cristo por estas tierras– cantueso, retama y robles con pinos repoblados en las cumbres, suben los 10,5 kilómetros de Montejo a La Hiruela, recorriendo el puerto que da nombre al pueblo. La carretera obliga a no correr y la vista es un festín gracias a la primavera lluviosa.
La Hiruela, 57 habitantes, es el más chico del quinteto, pero para mucha gente, el más hermoso. A menudo es fácil encontrarlo en todas esas listas de "pueblos con encanto", "los 10 más bonitos", etcétera, de la provincia de Madrid. Y a fe de las visitas, lo merece. El magnífico peral con que recibe al personal, la calle central con sus casas restauradas –pero no levantadas de nuevo– donde se refleja la vida de sus habitantes y sus animales: casa de entrada al lado de la cuadra, con la vivienda arriba. Había que aprovechar el calor de los animales.
El paseo por el pueblo, donde aún quedan viviendas de sabor auténtico y unos alrededores, como la senda de los oficios y la bajada al viejo molino Harinero, al pie del río Jarama, que dan mucho juego. "Con un día creo que no basta para conocernos", explica Ignacio Merino, el alcalde del pueblo. "Como mínimo, yo recomiendo un fin de semana para conocer nuestros caminos, las zonas verdes, las vistas" en un territorio que no está machacado pese a su cercanía de la capital, ni mucho menos.
Merino, aparejador técnico, es también representante de los restauradores de la Sierra Norte, y él mismo tiene su propio restaurante, 'La Aldaba', en La Hiruela. "Tenemos unas estupendas infraestructuras turísticas, una gastronomía magnífica y somos muy hospitalarios", subraya, mientras pide lo mismo que todos sus compañeros, respeto y cumplir con las normas.
La senda del Molino Harinero, totalmente restaurado y su área recreativa, son un placer para los sentidos. El pueblito, dentro de la Cuenca del Jarama, se aprovecha de todo lo que el río de Madrid le ofrece. Pero en el caso de La Hiruela, además, el personal señala los picos que lo rodean –Calahorra y Sierra Concha y el Cerro de la Artilla–. El Pico Porrejón, alcanza los 1.827 metros. Los huertos, la senda de las antiguas carboneras... todo es recomendable aquí.
Los 17 kilómetros de La Hiruela a Puebla de la Sierra –se reducirían a poco más de ocho por el monte– siguen siendo un espectáculo. Hay algún mirador para mirar la Sierra Norte, al fondo Peñalara y Cabeza de Hierro dominantes, pero no roban protagonismo a la vegetación, las cigüeñas, gavilanes y buitres que se divierten en las alturas.
Aurelio Bravo, el alcalde de Puebla, no ha dudado un segundo en recomendar el paseo por su municipio, la Ruta de los Sueños. "Son 133 esculturas, en un museo al aire libre, estupendas. Bordean el pueblo. Y por supuesto, las sendas de los robles centenarios". Y a fe del visitante que el recorrido de las esculturas –hay más que habitantes censados tiene el pueblo, 65– le entran por los ojos a cualquiera que aterrice en el pueblo.
El minotauro, un marciano, la bola metálica mágica que ofrece otra perspectiva… tiene su aquel ver las esculturas –allá cada uno con su idea de obra de arte– que arrancan frente al parque para mayores, siguen entre los huertos, llegan hasta la ermita de La Soledad –bonita aunque muy restaurada– y entran por la otra parte del pueblo, donde robles centenarios son un aperitivo de lo que ofrecen las rutas que tiran cuesta arriba.
Al inicio entre las esculturas, una placa recuerda otros tiempos a unos árboles que jugaron un papel milenario en el imaginario colectivo de los pueblos de la Sierra Norte, los viejos olmos, de forma que arte de la naturaleza y del hombre se integran.
"A nuestros pueblos vuelven renovados los olmos, 31 de marzo del 2004", reza al pie de algunos olmos jóvenes. Aquellos que dejaron huella en plazas y ayuntamientos, leyendas en espíritus infantiles y ancianos, fueron arrasados por el hongo de la grafiosis al final del siglo pasado.
Sentados al pie de su iglesia con campanario de espadaña, el viento trae el el olor del cantueso que en tiempos de primera comunión y flores a María –mayo y junio–, invade las iglesias desde hace siglos. Las casas, algunas no restauradas pero no por ello menos originales, mantienen la parra sobre los poyatos del exterior, dispuestas ya para "tomar el fresco" hasta setiembre. Eso sí, con la rebequita sobre los hombros, como la manta en la cama, incluidas las noches cálidas de mitad de julio y agosto.