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“En La Codosera hay un microclima”, aseguran sus habitantes. El termostato personal es bastante subjetivo, pero la mayoría calcula que hay alrededor de cinco grados menos que en la capital de provincia: Badajoz. Esta ventaja térmica, unida a que dicha localidad tiene las únicas piscinas naturales de la zona, hace que La Codosera sea un oasis en el que guarecerse en los tórridos veranos extremeños.
Ubicada a algo más de una hora de Cáceres y a 50 minutos de Badajoz, esta localidad fronteriza –se halla a tan solo cuatro kilómetros de Portugal– está surcada por el río Gévora y sus afluentes, de ahí su clima húmedo y fresco. Precisamente de ese río beben sus piscinas naturales, frecuentadas por los pacenses, pero desconocidas en cuanto ponemos rumbo hacia el norte o el este de la región. Estas piletas ofrecen todo lo que el verano debe tener: agua para remojarse, naturaleza, sosiego y un establecimiento en el que reponer fuerzas con un refrigerio. Además, cuentan con sombra natural, un amplio espacio para aparcar, columpios, servicios y hasta duchas.
Las piscinas naturales están abiertas todo el año, aunque solo en temporada -desde finales de junio hasta mediados de septiembre- cuestan dinero: los adultos pagan 2’50 euros; los niños y pensionistas, 1’50; y por introducir el vehículo en el recinto hay que abonar 1’50. Comenta su alcalde que algunos días de agosto se forma una caravana de coches para entrar, a pesar de que el aforo es de 2.500 personas y de 500 en las zonas de baño. Y es que esta localidad duplica sus habitantes (2.025) en verano, tal y como es habitual en numerosos municipios extremeños.
Hace algunos años, los codoseranos y codoseranas colocaban unos tablones en el cauce del río para improvisar una especie de presa y así poder refrescarse. Los dirigentes se dieron cuenta y decidieron formalizar esta situación, comprando la propiedad y construyendo una presa y una primera alberca en el año 1993, momento desde el cual no se ha dejado de hacer mejoras (lo próximo será un aparcamiento de autocaravanas y furgonetas camper).
Actualmente hay tres piscinas diferentes. Una, la primera que se realizó, tiene 40 centímetros de profundidad, otra varía de 120 a 180 centímetros y la más grande cuenta con dos metros de hondo. Todas son de piedra, por lo que, aunque cada quince días se vacían y se limpian manualmente con agua a presión y cepillos, pueden generar un poco de verdín en el fondo, así que es recomendable el uso de escarpines para evitar resbalones. Llama la atención un cartel indicando que no está permitido el baño, pero el edil codoserano asegura la ley obliga a colocarlo al no tener el agua ningún tipo de tratamiento, sino que es la que fluye de la unión de los ríos Gévora y Gevorete.
Además, baja desde un bosque de alisos de unos ocho kilómetros de extensión, por lo que hay bastante umbría. Esta abundante vegetación es ideal para refugiarse del astro rey e introducirse en la naturaleza -una pasarela de madera circular invita a este paseo-, pero también es la causante de que el agua de las piscinas esté más bien fría.
Los perros pueden caminar atados por el recinto, sin embargo, no deben mojarse en las piletas, aunque río abajo hay otra zona sin delimitar, menos controlada y apta para ellos. Si esas aguas y las piedras hablasen, podrían contar historias de antaño, de contrabandistas que comercializaban con tabaco, café, panes o cualquier cosa con tal de ganarse la vida. Años de escasez y acritud en las fronteras.
Esta, la de Portugal, es la frontera más larga y antigua de Europa, por lo que los pueblos que vivieron el contrabando -Olivenza, Cheles, Valverde del Fresno, Ceclavín o la propia Codosera, entre otros- tienen una idiosincrasia integradora que aún conserva costumbres y tradiciones. De hecho, La Codosera realiza cada año una ruta teatralizada que rememora el camino de los contrabandistas a través del río. También desde las piscinas naturales salen y pasan otras caminatas senderistas que transitan por alcornocales, castaños y encinares.
En el recinto hay un bar que no se complicó mucho en su briefing inicial. Se llama ‘Piscinas naturales’ y ofrece principalmente carnes a la parrilla, destacando su pollo a la brasa, sus caracoles o su bacalao a la dorada. Por la zona hay otros restaurantes interesantes y tradicionales como ‘Casa Simona’ o ‘Brasería Portugal’, pero en el pueblo, a siete minutos en coche de las piscinas, saca una sonrisa uno que sí se divirtió con el naming, aunque sufrió la censura después.
Llamado ‘El quinto coño’ en sus inicios, ahora se le conoce como ‘El quinto C’, pero en su toldo aún resiste, rebelde, la sombra de tiempos pasados y en su carta, un chascarrillo: “El quinto ce pa’ no ofendé”. Son recomendables su cochifrito y su caldereta de cabrito, que encuentra en la gastronomía portuguesa su homólogo en el ensopado de borrego.
Son típicas en la localidad así mismo las morcillas de cabrito, la chanfaina (açorda de zarapatel al otro lado de la Raya), las sopas (de ajo, de pan, de tomate, el caldiño verde…) y unas hortalizas dignas de un bodegón, especialmente los tomates y los pimientos. Además, es muy apreciado por los oriundos el puente internacional más pequeño del mundo. Cruza el río Abrilongo y conecta la pedanía de El Marco –perteneciente a La Codosera– con Marco, un pueblo correspondiente a la comarca Arronches, en la región del Alentejo.
Además de la curiosidad del nombre doble, que se da pocas veces en localidades transfronterizas, el puente es peatonal, mide poco más de tres metros de largo y no llega a los dos de ancho. Al cruzarlo, nuestro teléfono marcará automáticamente una hora menos y nos llegará a través del aire el seseo característico del idioma luso. Años atrás también se servían de tablas los vecinos para poder atravesar esta frontera natural, aunque eran derribadas frecuentemente por los guardias.
Nada más pisar Marco hay un pequeño comercio regentado por José María. En ‘Casa Palmeiro’ suena fado de fondo y las estanterías están cuajadas de productos portugueses dignos de atesorar. Licor ginja, paté de sardina, gallos que predicen el tiempo, cuchillos de todos los tamaños con los que hay que tener cuidado, utensilios de cocina y un largo etcétera.
José, que domina tan bien el castellano que hasta elabora bromas finas, empezó a trabajar en esta tienda con solo once años, cuando aún estaba bajo las faldas de su madre. Medio siglo después, continúa vendiendo toallas y café con la sonrisa de quien se sabe poseedor de algo genuino y con la mirada repleta de historias pasadas que él sí podría contar, aunque prefiere hacer como las piedras y callar.