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Todavía es de noche cuando los arrantzales descargan en el muelle los bonitos capturados. Los visitantes más madrugadores se mezclan con ellos y con las pescaderas que acuden desde las 7 de la mañana a la cancha, la zona de la lonja donde se desarrolla la subasta diaria. Muy cerca de ahí, empiezan su jornada las remendadoras, 17 mujeres que, a mano, zurcen las redes dañadas, y los calafates, esos hombres que arreglan las juntas de los barcos para que no se filtre el agua.
La Cofradía de Mareantes de San Pedro, fundada en 1361 –"una de las más antiguas de España"–, la conforman hoy día 30 embarcaciones y unos 300 marineros, "aunque hemos llegado a ser 1.000 en la década de los 80 del siglo pasado", reconoce su presidente, Norberto Emazabel. El rostro y las manos curtidas por el sol y el salitre le delatan como hombre de la mar desde muy joven. "Un 18 de marzo de 1983, cuando tenía apenas 15 años, mi padre me lo dejó muy claro: 'Si subes al barco, ya no podrás volver a la escuela'. Y aquí sigo". Nieto, hijo, sobrino y hermano de pescadores, ahora es patrón del 'Tuku tuku' –en homenaje al ruido del motor con el que distinguía el pesquero familiar cuando entraba en la bahía– y uno de los mejores cicerones de Hondarribia.
Esos primeros rayos de sol proyectándose sobre el Cantábrico son los que aprovechan los traineros para el primer entrenamiento del día. Para otros hondarribitarras, la mañana comienza con una caminata por el paseo marítimo o por el exterior de la muralla, con el conjunto fortificado de baluartes, cubos y puertas que ha protegido a esta villa fronteriza, último puerto del Reino de Navarra y plaza militar estratégica de Castilla en sus numerosos enfrentamientos con el vecino francés.
Los robustos bloques de piedra que se levantaron en los siglos XVI y XVII han sido conquistados por el musgo y las trepadoras con el transcurrir del tiempo. La soldadesca ha sido sustituida por paisanos, ataviados con el preventivo paraguas o chubasquero (siempre, por si acaso...), sacando a pasear al perro por el foso ajardinado o pedaleando por la ciclovía (bidegorri).
La entrada por la puerta principal de Santa María está velada, de día y de noche, por una estatua de bronce de un hachero (hatxeroa), uno de esos zapadores que abrían paso, con sus hachas, serruchos y picos, a las tropas defensivas, uniformados con sus gorros de lana de oveja, y que se ha convertido en icono de la ciudad. Aquí arranca la calle Mayor (Kale Nagusia), empedrada y escoltada, a izquierda y derecha, por casas con lustrosos balcones, forjas de hierro, aleros de canecillos tallados y palacios, construidos con piedra caliza del Jaizkibel, en cuyas fachadas aún lucen escudos heráldicos.
Al comienzo de esta calle, a mano izquierda, se asoman por un pequeño escaparate los rostros congelados de las marionetas que confeccionan desde hace casi cuatro décadas Idoia Seijo y Jonan Basterretxea. En su taller 'Menina', entre pinceles, máquinas de coser, bobinas de hilo, retazos de tela y botes de cola y pintura, estos dos artesanos diseñan a sus "niños": marionetas, títeres y cabezudos de todo tipo. Los personajes de la mitología vasca, como el Olentzero, el Zanpantzar o la mujer con su tocado fálico, conviven con samuráis, meninas y pastores.
Subiendo la calle nos encontramos con la parroquia de Santa María de la Asunción y del Manzano, que abre solo los domingos para misa, aunque desde el cercano punto de información se organiza una visita guiada, todos los días, a las 11.30 horas. De estilo gótico, con detalles renacentistas y barrocos, se construyó con algunas piedras de la muralla. Aquí se celebró, en 1660, la boda por poderes de la infanta María Teresa de Austria, hija de Felipe IV, con Luis XIV, el Rey Sol de Francia. El enlace ponía fin a la Guerra de los Treinta Años entre ambos reinos, aunque se materializó en un acto presencial en la cercana San Juan de Luz a los pocos días. Cuentan los cronistas de la época que España prometió una dote de 500.000 escudos de oro, toda una fortuna para aquella época, pero que nunca se llegaron a pagar, lo que permitió la instauración, años después, del primer Borbón en la Corona española.
Junto a la iglesia se despliega la Plaza de Armas, donde la guarnición hacía sus ejercicios de armas, y que da acceso al musculoso castillo de Carlos V. El torreón medieval original fue obra de Sancho Abarca de Navarra y su fortificación, de Sancho El Sabio, pero fue el emperador Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico, el que levantó esta gran fortaleza militar a mediados del siglo XVI. Todavía se pueden observar las heridas que le han dejado los numerosos impactos de bala y cañonazos a los que ha sobrevivido.
Ahora es un Parador Nacional, en cuyo interior cuelgan pendones y estandartes de sus altos techos y una colección de tapices del pintor Rubens inspirados en la figura de Aquiles. Hace poco han reformado un magnífico patio interior, protegido por restos del antiguo fortín y donde se conserva aún el pozo, tan habitual en la mayoría de todas las viviendas intramuros, para sobrellevar los numerosos sitios.
"Tenemos una de las mejores vistas de Hondarribia", presume uno de los empleados. Desde la terraza de la cafetería del Parador se contempla la desembocadura del Bidasoa, salpicada de txalupas, navettes francesas, veleros y pesqueros de diferente eslora. Antes se podía cruzar, con marea baja, a pie, "pero se jubiló el patrón del arenero que drenaba la ría y se acabó el paso". Ahora la atraviesa, cada quince minutos, la pequeña embarcación Rekalde, uno de los principales atractivos turísticos en verano. Al fondo, el pico Larrún, la granítica Peña de Aia y los espigones fronterizos de Hondarribia y Hendaya, donde los surfistas suelen coger olas.
Las casas del barrio de La Marina son de postal. Un nirvana para los cazadores de likes en Instagram. Ventanas y puertas lucen en tonos rojos, granates, verdes, azules y marrones. "Las pintaba el pescador con lo que le sobraba después de hacer lo propio con su barco", recuerda Norberto. Los balcones de las viviendas suelen estar engalanados con geranios, petunias, surfinias, verbenas y claveles, y el blanco de la cal reluce cuando el sol hace acto de presencia.
Hoy el centro neurálgico del barrio es la calle San Pedro, donde se levantó la primera casa en 1575, Zeria, que también fue pescadería y almacén de barcas y que desde 1965 es un restaurante, regentado por Serafín Sagarzazu y su mujer, Arantxa. Entre kokotxas de merluza al pilpil y lenguados a la meunière, ella no duda en enseñar y explicar la historia de la enorme vértebra de ballena que encontraron haciendo una excavación "y que está datada en el siglo XV. Vamos, que el mar cubría toda esta zona". Ahora el paseo está tomado por las terrazas y los puestos de las baserritarras que, cada miércoles y sábado, venden las verduras, hortalizas y huevos de sus caseríos.
En La Marina se rinde culto a los pintxos elaborados y los platos marineros. "A 30 minutos en coche de Donosti, me atrevería a decir que aquí hay más donostiarras que en la Parte Vieja", lanza entre risas un pescador jubilado luciendo txapela negra. Es difícil marcharse de Hondarribia sin probar la mítica sopa de pescado de la 'Hermandad de Pescadores' –"vendemos 12.000 litros al año", confiesa el chef Iñaki Bergés–, las raciones de calamares sutilmente rebozados del 'Txantxangorri', los multipremiados pintxos del 'Gran Sol' o clásicos, como el arroz meloso de chipirones Begi Haundi en cazuela, que han convertido al 'Alameda' (2 Soles Guía Repsol) en todo un referente gastronómico de la comarca del Bidasoa.
Para desayunos y meriendas, muy recomendables la tostada de pan brioche con mantequilla y mermelada –o con nata para los más golosos– de la pastelería 'Kai-Alde', que lleva endulzando esta villa más de 50 años; o las rebanadas de pan de masa madre (espelta, kamut, centeno...), que elaboran con harinas ecológicas y molidas a piedra en el obrador de la cafetería 'Amona Margarita', y que aconsejan acompañar con una buena taza de chocolate casero, "siguiendo la receta de la abuela".
Antes de abandonar el barrio, bien merece una visita la ferretería 'María Rosario Berrotaran'. En este pequeño local, que hace esquina entre las calles Domingo Egia y Matxin Arzu, se acumulan cientos de cestos, capazos y bolsos de mimbre que elaboran de manera artesanal en Azpeitia. También objetos marineros –barcos, faros, maquetas–, parrillas, vajillas de peltre de la fábrica 'Ibili' de Bergara y souvenirs de todo tipo. La regenta ya la tercera generación: "La fundó la tía de mi padre hace 150 años", recuerda su actual propietaria, que exhibe orgullosa el enorme mueble con cajones de cartón que aún conservan de la antigua ferretería.
El tercer alma del que alardean los vikingos –"dicen que el mote viene de la cantidad de rubios que hay, pero los vecinos de Irún te dirán que es por el carácter que gastamos", asegura entre risas el cocinero Bergés– es el verde de los prados del Monte Jaizkibel. En la subida al Santuario de Guadalupe son habituales los peregrinos (por aquí pasa el Camino de Santiago del Norte). Se trata de un entorno natural único, donde la silueta del Cantábrico, con sus calas de roca arenisca abajo, va acompañando la caminata.
Hasta 14 rutas diferentes pasan por esta ermita del siglo XVI, reconstruida en diversos momentos, donde se venera a una virgen negra –hay siete más en toda Gipuzkoa–. La imagen, que se la encontraron unos marineros sumergida en el mar, está escoltada por dos pesqueros que surcan el cielo del altar. "Aquí se celebran muchísimas bodas", sostiene Norberto.
Muy cerca del templo religioso, se encuentra el fuerte militar y un robledal. "Desde 1992 existe la tradición en el pueblo de que cada niño que nace, al cumplir el primer año de vida, sube la familia para bautizar con su nombre a un roble y se le regala, como recuerdo, un bastón de esta madera", continúa con su explicación el patrón. Además, cada 25 de abril, Día de San Marcos, los muchachos suben con su cuadrilla al monte a pasar el día y disfrutar de las opilas –un bizcocho con huevos cocidos teñidos de colores y adornado con caramelos, rosquillas, grajeas, que se corona con el txito, un pollito amarillo– y que son regalados por las madrinas a sus ahijados hasta que estos se casan.
El descenso al pueblo se puede hacer por el arcén de la carretera, pasando junto al faro de Higuer. Debajo está la cala natural de Astuariaga, con los restos del castillo de San Telmo, que mandó construir el rey Felipe II para proteger a los navíos de los corsarios franceses. Al final del camino, en el Cabo de Higuer, otra vez el puerto, donde los arrantzales preparan todo para salir a faenar una jornada más.