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Al Maestrazgo de Teruel hay que acercarse sin prisas. Las reviradas carreteras de montaña invitan a ello, a parar y a contemplar, a disfrutar del silencio y de la fuerza de la naturaleza en forma de árboles singulares, rocas y agua. Es lo que sucede camino de Pitarque, un pueblo donde el asfalto se despide. Allí termina la carretera.
Entre los vecinos de la comarca es bien conocida la belleza de una de sus joyas naturales: el nacimiento del río Pitarque. Otros paseos fluviales por Aragón, como el Parrizal de Beceite o los innumerables ríos y cascadas que atesora el Pirineo oscense, seguramente tienen más nombre y son más populares, pero esta ruta tiene un encanto especial. Se lo otorga, sobre todo, el hecho de conservar la esencia de un paraje virgen.
El recorrido hay que entenderlo, literal y metafóricamente, como un renacimiento. Y es que el río Pitarque nace en Fortanete para esconderse y volver a aparecer en una gran surgencia, El Ojo de la Fuente. Aquí puede llegar a tener un caudal de hasta 1.500 litros por segundo. Un curso prácticamente seco se convierte en un pequeño vergel. Pero no adelantemos acontecimientos. Este es el final del camino. Bueno, más bien, una pequeña descripción del mismo. Hay que seguir leyendo hasta el final para descubrir todos sus secretos. Así conviene entender esta visita, como un permanente ejercicio de descubrimiento.
Hay dos épocas del año en las que es recomendable hacerla. En primavera, si coincide con el deshielo, el protagonismo del agua puede llegar a ser abrumador. En otoño se vive de otra forma, en modo slow, con la cabeza bien alta porque el sol apenas molesta y dibuja en las paredes rocosas un impresionante juego de contrastes. La postal se completa con la paleta de colores de los árboles de hoja caduca.
La vista es el primer sentido que se activa nada más salir de Pitarque. El camino está bien señalizado. No hay pérdida. La parte inicial discurre por un bonito sendero. A la izquierda, enmarcado por la imponente estampa de Peñarrubia y, a la derecha, por las gigantescas paredes de la Peña de la Virgen. Son como la parte ancha de un embudo que se estrecha a medida que se avanza hacia el fondo de la hoz. Resulta hipnótico elevar la mirada y dejarse atrapar por la majestuosidad de las moles rocosas. Eso sí, con cuidado de no dar un traspié porque hay tramos donde la senda se torna pedregosa.
Rebollos, arces, avellanos, boj, guillomos y rosales silvestres acompañan el paseo, todavía a cielo abierto. El cauce del río no se ve. De hecho, se muestra a cuentagotas durante todo el trayecto. En esta ruta, como si de una buena película se tratase, primero se conoce a los personajes, se describen sus perfiles y las aristas de sus personalidades y, finalmente, se desarrolla la trama para encaminarla hacia el desenlace.
Nada más echar a andar se intuye la presencia de un nuevo protagonista: el silencio. A lo lejos sobrevuelan buitres leonados y algún quebrantahuesos, y hay que tener suerte para ver a la cabra montés. En ningún caso hacen ruido. Impresionan la quietud y la calma. Un destino soñado para conectar de verdad con la naturaleza.
En este primer tramo también se activa el olfato por la influencia de higueras y avellanos que jalonan el paseo, hasta que aparecen en escena la ermita de la Virgen de la Peña y una cercana central hidroeléctrica abandonada. Entonces cambia el paisaje. El sendero seco y abierto se encañona y, en muchos tramos, el bosque de ribera casi impide ver el cielo.
La alfombra de hojas caducas tiñe el suelo de ocres, verdes, parduzcos y rojizos, al tiempo que el agua llega al encuentro del visitante. Lo hace en forma de surgentes cascadas donde el musgo se desarrolla a su antojo. La caminata sigue siendo fácil, pero en algunas zonas hay agua estancada y pequeños cursos fluviales que se salvan saltando de piedra en piedra. No es difícil pasar, pero conviene ir con el calzado adecuado.
Se agradece que a partir de este punto, el más salvaje, desaparezcan algunas torretas del tendido eléctrico. Son los personajes menos estimulantes de la ruta, que encuentra en el travertino otro motivo para el deleite. Esta roca porosa de baja densidad se crea por la precipitación de los carbonatos disueltos en el agua. En el cauce del río Pitarque, los abrigos que se forman a los lados se asemejan a bonitos edificios con fachadas de mármol travertino.
El río sigue sin aparecer, aunque cada vez se intuye más cerca. En cualquier caso, hay más motivos para entretener la mirada, como un nuevo personaje que invita a levantarla hacia el cielo. Es la cara de un indio. Así lo indica un cartel y, efectivamente, no hay que ser un gran fisonomista para descubrir el perfil de su rostro dibujado de forma natural en la roca.
Prácticamente desde la atalaya donde se contempla, sale una senda que por primera vez nos acerca al cauce del Pitarque. El desvío está a la izquierda e indica hacia Fuente Conejera. El paraje es idílico. Una pequeña cascada y el agua que de repente se remansa. En este punto, alzando la vista, las rocas se transforman en agujas casi quirúrgicas moldeadas por el viento y la lluvia. En ellas también se dibujan curiosas oquedades.
De repente, las paredes laterales se han acercado mostrando que se llega a la parte más estrecha del embudo. De regreso al camino principal, solo queda cubrir el último tramo. Toda la ruta se hace por la margen derecha. Desde ella, un desvío invita a ver el nacimiento con perspectiva, a una cierta altura. Apenas se recorren 200 metros por una pequeña senda pegada a la pared.
Unas rocas enormes muestran el final de este trayecto. Imposible continuar. En este punto se divisa la grieta principal desde donde el agua emerge furiosa de las entrañas de la tierra. Y justo encima, el rostro de otro personaje. No es un indio. Es el guardián del nacimiento. Los ojos, el hocico y la boca de un ser que parece un perro salvaje o un lobo llaman poderosamente la atención. No hay carteles que lo indiquen, pero su presencia se intuye perfectamente.
La panorámica del nacimiento del río Pitarque desde este punto es bonita, pero nada que ver con la visión que se tiene a pie de cauce. Hay que desandar el camino y volver a la ruta principal para cruzar a la margen izquierda por un pequeño puente. Es la primera y única vez que se pasa a la otra orilla.
Un inmenso abrigo travertino hace las veces de morada de este mágico lugar. Da la impresión de que lo arropa y lo protege. El espectáculo es fascinante. Casi se agradece no haber tenido contacto visual con el río durante todo el recorrido. La fuerte pendiente del terreno dibuja una sucesión de pequeños saltos de agua acompañados de su rítmica banda sonora. Apenas hay que andar cien metros hasta el último punto de interés señalizado de la ruta, la chimenea, pero en este corto trayecto cambia tanto el paisaje que no se puede dejar de ir y venir buscando el mejor ángulo para captar la instantánea perfecta. No merece la pena empeñarse en ello. Todos lo son.
El desenlace de la historia ha llegado, pero lo mejor es que admite múltiples finales, tantos como nuestros sentidos son capaces de asimilar. La vista, el oído y el olfato siguen muy presentes porque los estímulos para activarlos no desaparecen. Pero el gusto también puede tener su encaje. No para organizar en este escenario un picnic dominguero con toda su parafernalia, pero sí para disfrutar de una pieza de fruta o de un bocado rápido para reponer fuerzas. Es el lugar ideal para hacerlo. Por supuesto, sin dejar desperdicios en la zona.
El tacto seguramente es el más sutil de los sentidos, el que mejor percibe detalles que a otros les pasan desapercibidos. Es por ello que tocar el agua o acariciar las enormes rocas que ha pulido el paso del tiempo, son sensaciones únicas, el mejor colofón para una ruta inolvidable. Pero todavía queda un último detalle antes de desandar el camino: acercarse a contemplar la chimenea, que podría describirse como el agujero del embudo de este paseo que se estrecha y encañona.
En primavera, con el deshielo, o cuando se producen lluvias torrenciales, por su boca emerge un enorme chorro de agua a presión. No ha sido el caso en esta visita otoñal, pero poco importa. A lo que invita esta pequeña decepción es a pensar qué momento del año será el mejor para regresar a contemplar el espectáculo.