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Cuando el mar se acerca a la tierra, ya sea por curiosidad, con afán de comunicación, hacer amigos o con espíritu de aventura, siempre lo hace de manera irrepetible. Puede hacerlo con los brazos abiertos, en forma de grandes arenales, o de manera más tímida, aprovechando los recovecos de la rocas o acantilados. Bajo el aspecto de pequeñas calas que hacen el papel de balcones, y hasta ventanucos, acotando y domesticando el agua infinita.
Hay calas de mar azul, verde, turquesa y gris; de fondos oscuros o transparentes. De arena fina, cantos rodados o rocas que acaban súbitamente en un abismo. Hay océanos suaves y con oleaje y hay pequeñas playas que parecen hechas a la medida de un luminoso día de junio, bajo la sombrilla, con bocadillos comidos mirando al horizonte, entre baños y sabor a sal.
Mallorca cuenta con famosas y veneradas playas, pero también con orillas, más o menos conocidas e inaccesibles, que premian con grandes tesoros a todo el que se acerque a ellas. Aquí te descubrimos 10 ubicadas en el municipio de Santanyí, en el suroriente de la isla.
A pesar de que hay que andar dos kilómetros de sendero, cargando con los bártulos y provisiones (agua y demás, ya que allí no hay bares, ni chiringuitos), que nadie espere encontrarse con una cala desierta en los meses de verano. Muy al contrario, se aconseja madrugar y llegar temprano para poder colocar la toalla, ya que la playa es pequeña (45 metros de largo por 15 de ancho), los turistas muchos, las guías de viajes cada vez hilan más fino e Instagram ya no se conforma con cualquier cosa y exige exteriores propios de las películas de James Bond. A ser posible, con chica/o incluidos.
Caló des Moro es un buen bocado para las redes sociales. Una lengua de agua turquesa que va volviéndose trasparente conforme llega a la orilla. Encajada entre acantilados salpicados de pinos y matorrales y totalmente salvaje, sin bares, sombrillas, ni socorristas. Tal vez por eso hay más gente fuera del agua, haciéndose selfies, que dentro, disfrutando de un Mediterráneo de los de antes, convertido ahora en zona VIP, apta solo para los que se han molestado en llegar a ella.
Como es común en las islas Baleares, muchas calas tienen su playa gemela, justo al lado, y que a menudo supone una opción para días ventosos; ya que una está orientada a un punto y su hermana, al otro. Así, cuando hay viento en Caló des Moro, se puede ir a Cala S’Almunia, cruzando por una escalera excavada en las rocas, única construcción humana del entorno.
A la playa hermana a Es Caló des Moro hace tiempo que llegó la civilización, pero de una manera suave y grata, en forma de escars (chamizos usados por los pescadores mallorquines de antaño para guardar sus barcas y sus aperos de pesca), que a día de hoy son considerados patrimonio nacional. Aunque entre este conjunto de casetas haya algún que otro edificio que se ha pasado de la raya, el lugar mantiene el sabor de la Mallorca de antes y los bañistas toman el sol tumbados en la rampas de acceso al mar para las barcas.
La cala, delimitada por rocas y construcciones, parece una piscina de aguas esmeraldas y una de las entradas lleva hasta una pequeñísima playa de arena, donde uno puede refugiarse del sol a la sombra de los pinos.
Aunque menos fotografiada que su hermana, Cala S’Almunia también cuenta con su club de fans. Gente más humilde, acostumbrada a ver la belleza en las cosas pequeñas y cotidianas. La playa cuenta también con una zona de rocas que hacen las veces de trampolín, y que sirve para medir la valentía del personal. La última vez que fui, una brasileña tardó en tirarse al agua unos 45 minutos, persuadida por su novio alemán y por todo el que pasara por allí. Cuando, por fin, reunió el valor para lanzarse, una ovación de toda la cala la esperaba al salir del agua.
Desde esta playa hay una ruta a pie hasta otra joya de la corona, Caló des Marmols, pasando por el pequeño poblado talayótico Ses Talaies des Bauç y por la Cova des Drac, que no hay que confundir con las famosas Coves del Drach, que sirvieron de escenario a la magistral película El Verdugo (1964).
La inevitable caminata a pie de hora y media, a pleno sol, convierte esta playa en reducto exclusivo. Se puede llegar aquí desde el Faro de Ses Salines o desde Cala S’Almonia (cerca de es Caló Des Moro), pero en ambos casos el trayecto es de una duración similar y sin mucha sombra. Claro que cuando el calor aprieta se puede uno bañar por el camino, en alguno de los muchos enclaves accesibles al agua desde las rocas, como la Olla des Bastons.
La recompensa a este esfuerzo es una cala semidesierta, rodeada de acantilados, como si fuera una piscina natural, en la que algunas rocas cuentan con escaleras excavadas para acceder al agua. El color mármol de las formaciones rocosas y la arena es la que le ha dado el nombre a esta playa, en la que desemboca el Torrent des Marmols.
Si el camino de retorno se hace por el Faro de Ses Salines, se puede esperar a ver la puesta de sol en este escenario privilegiado, de esos que tanto triunfan en las redes sociales.
Los que necesiten de arena blanca y fina para erotizar al máximo su concepto de playa-verano-diversión, encontrarán en esta cala su fantasía erótica hecha realidad.
Caló Llombards ha sabido conjugar bien naturaleza salvaje y civilización; ya que mantiene su encanto al mismo tiempo que ofrece hamacas, sombrillas de paja mallorquinas y un pequeño chiringuito, de esos en los que el ruido de platos es casi imperceptible.
Como las playas de este municipio, mantiene sus aguas color esmeralda y las formaciones rocosas que la delimitan exhiben pequeñas puertas verdes de madera, a modo de casetas de pescadores, perfectamente integradas en el paisaje.
Muy cerca de la playa se encuentra uno de los monumentos naturales más emblemáticos de Santanyí, y de toda la Isla, Es Pontàs (en castellano, El Puentazo). Un formidable arco natural de roca erosionada por las olas se perfila como un puente dentro del mar. Desde Cala Llombards, el arco queda alineado y no se aprecia muy bien. Pero hay un mirador cercano desde donde poder contemplar este prodigio natural.
Para no pocos, S’Amarador es una de las calas más bonitas de la isla. Y eso que, antiguamente, esta playa hacía las veces de taller artesano, ya que en sus aguas se sumergían fajos de lino y cáñamo para conseguir fibra vegetal que se utilizaba luego para la construcción de barcas o para las vigas de las viviendas.
Junto con su hermana gemela, Cala Mondragó, ambas playas están situadas en el Parque Natural de Mondragó, que obtuvo este título en el año 1992, y que en 1995 fue considerado también Área Natural de Especial Interés para las Aves, por la Comisión de la Comunidad Europea. En este espacio protegido, no solo los cormoranes nadan a sus anchas sino cualquiera que se acerque, aunque en S’Amarador la playa está delimitada por cuerdas para que los visitantes no pisen la flora del lugar.
S’Amarador y Cala Mondragó se comunican por un paseo peatonal de cinco minutos, aunque esta última cuenta con menos adeptos que su hermana gemela. El parque se extiende a lo largo de más de 750 hectáreas terrestres por las que se pueden disfrutar de varios itinerarios a pie, ver las antiguas barracas de roter (refugios utilizados por los agricultores para guardar el ganado), admirar los hornos de cal y carboneras o el llamado nido de ametralladoras. Este se construyó en los años 40 del siglo pasado sobre los restos de una torre que permitía vigilar la entrada a las calas. En los siglos XVI y XVII las naves piratas asolaban las islas. En el siglo XIX desde aquí se vigilaban las actividades de contrabando.
Caló d’es Borgit es la última cala pasada la de Mondragó. Su suelo es de rocas con una anchura de poco más de 10 metros. Esta playa está situada al final del recorrido Volta a sa Guàrdia d’en Garrot. Desde Cala Mondragó solo se tardan 15 minutos en llegar o unos 25 minutos desde S’Amarador. Su menor atractivo, en relación con las otras, y su falta de servicios la convierten en una playa prácticamente desierta.
Lo más destacado de esta cala es un enorme pino que crece en medio del arenal, mirando al mar y anhelando ser una barca. A pesar de su nombre, que en castellano significa Cala de los Hombres Muertos, nada en esta playa nos recuerda a un cementerio. Más bien todo lo contrario, ya que su ubicación y la construcción, en 1961, de un hotel muy cercano han hecho que dé la sensación de que esta es la playa privada del complejo hotelero.
Consecuencia de esto es que en los meses de verano la cala siempre está muy concurrida y que en ella se pueden practicar algunos deportes acuáticos, promovidos por el hotel.
Para disfrutar de las aguas de este entrante de mar meridional hay que realizar un recorrido a pie desde la vecina playa de Caló de Sa Torre. Aunque hay un camino público para llegar a esta cala, mucha gente lo desconoce y atraviesa parte de esta ciudad de vacaciones para llegar a la playa en la que el pino ha cogido el mejor lugar, justo en medio de la arena y mirando al horizonte.
Los que puedan prescidir del bañador y no tengan inconveniente en andar un poco serán recompensados con la tranquilidad, las aguas deliciosas y la arena blanca de esta playa virgen, sin hamacas ni chiringuitos y con un sistema dunar a su alrededor.
Junto a Cala en Tugores, Es Caragol es la playa situada más al sur de Mallorca, lo que supone un asiento de primera fila con vistas a la isla de Cabrera. Pero, además, la llegada a este paraíso encierra grandes placeres. Para empezar, contemplar el Faro de Ses Salines y luego la caminata (20 minutos a pie) por el bonito sendero que bordea la costa y que nos llevará a la playa. Algunos incluso pueden decidir acampar en las rocas, antes de llegar a la playa, donde el número de bañistas es menor. Por el camino hay varios bunkers de la Guerra Civil que todavía se conservan y que añaden algo de historia al recorrido.
Tras los excesos urbanísticos de los 60 y 70, el complejo turístico de Cala D’Or se hizo con algo más de prudencia. Edificios blancos de dos plantas, de formas cúbicas y fachadas encaladas de blanco entre pinos. De hecho, el estilo de Cala D’Or se inspiró en Ibiza y se diseñó desde cero entorno a algunas playas paradisíacas.
Cala D’Or, la reina de este club, es una cala de arena y rocas ubicada en el municipio de Santanyí, a 15 kilómetros de Portocolom. Rodeada por un pinar frondoso y arbustos bajos, es una playa muy protegida del viento, ya que queda cerrada por delante por formaciones rocosas, lo que impide divisar el mar abierto al horizonte.
Al estar rodeada de chalés y hoteles el nivel de ocupación en verano es alto; aunque el pinar y las rocas le dan un aspecto bastante natural, sino fuera por los servicios de hamacas, duchas y bar a pie de playa que nos recuerdan esa incongruencia de querer estar en la naturaleza y en la ciudad al mismo tiempo.
Algo parecido ocurre en Cala Ferrera, preciosa playa de arena blanca, pero rodeada de hoteles demasiado cerca de la orilla. En temporada alta, los nórdicos frecuentan estos parajes y los vendedores de todo tipo de cosas pretenden hacer su agosto, vendiendo rajas de melón o de piña a precio de oro.
Cala Esmeralda, también conocida como Es Caló des Corrals, se bautizó así por el color de sus aguas, azul-verdosas, cuando el sol cae sobre ellas. Las construcciones aquí están más alejadas del agua y su parte de arenas y rocas la hace más agreste a la vista.
Cala Gran, como su nombre indica, es la playa de mayor tamaño de este complejo, delimitada por rocas y pinos con un mar esmeralda y abundante zona de sombra, lo que la convierten en una de las más concurridas de este complejo.
La torre, que nombra a esta playa, son las ruinas de una vieja atalaya construida en el siglo XVII para divisar a los piratas con intenciones de acercarse a tierra. Por aquel entonces había unas 84 torres en la costa mallorquina que se intercomunicaban visualmente entre sí, mediante señales de humo, durante el día, o fuegos por la noche. Estas señales llegaban a una torre central en Palma que era la que decidía si se enviaban tropas para repeler a los invasores; aunque a menudo llegaban demasiado tarde.
La cala cuenta con un entorno bien cuidado y está rodeada de segundas residencias, aunque de plantas bajas. Junto a la orilla, a mano derecha mirando al mar, hay una justo al borde del agua, fruto de la época en la que para hacer una construcción solo se necesitaban unos ladrillos y cemento. Claro que el urbanismo salvaje ya acostumbró nuestras pupilas a tantos excesos que una casita de dos plantas nos resulta hasta bucólica.
La playa está muy cerca de Portopetro, un bonito pueblo marinero, donde se va a comer buen pescado y, los que puedan permitírselo, caldereta de langosta.
Si alguna vez hubo una barca rota en esta playa (traducción de su nombre al castellano), hace ya tiempo que la retiraron o que se la llevó el agua. Pero lo que sí queda en este pequeño balcón al mar es un gran pinar que linda ya con el bosque; por lo que aquí no hay que elegir entre mar y campo. La sombra está garantizada para echar la siesta tras la paella o para los que no quieran acabar como una gamba o como un inglés en su semana anual de sol y playa.
Las aguas de esta cala no son de esas que llevan ya el filtro incorporado para Instagram; es más, a veces recuerdan más al Atlántico que al Mediterráneo, pero eso también puede tener su encanto, incluso para las redes sociales. Otra ventaja de ese paraje es que la zona está llena de senderos, apenas transitados, para adentrarse en la selva mallorquina de pinos, sabinas o encinas.
Cerca de la playa, siguiendo el paseo litoral, se llega a la Punta des Savinar, y si se camina más, se acaba en otra playa cercana, Cala Figuera. Cala Mondragó es una de las playas en los alrededores del Caló de Sa Barca Trencada. En Mallorca todo está siempre muy cerca.