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Impresionado por la naturaleza de su tierra desde que era un niño, el arquitecto, pintor y escultor César Manrique vivió toda su vida adulta con el objetivo de mostrar "la belleza de Lanzarote al mundo" y lo consiguió impregnando toda la isla de ese amor a través de su trabajo. Tanto fue así que su influencia arquitectónica y artística cambió por completo la forma de visitar y percibir la ínsula canaria. Por todo ello, cuando se cumple el 25 aniversario de su muerte (25 de septiembre de 1992), la afirmación "Lanzarote es César Manrique", como aseguran los isleños, está más vigente que nunca.
Llegar a la isla, toda ella Reserva de la Biosfera desde 1993, es sentir que se está en "un sitio único", como tantas veces repitió el artista. Su paisaje volcánico mezclado con el blanco de las viviendas tradicionales es un espectáculo que transporta al visitante a un escenario singular, al que Manrique se empeñó en colocar "un paspartú o marco" que resaltara esas características extraordinarias. Sin embargo, hizo mucho más que eso. Se adentró en las entrañas de su tierra para hacerlas habitables y cuando emergía a la superficie lo hacía para jugar con los recursos naturales y el entorno adaptándose a él o adornándolo.
Desde sus casas hasta sus monumentos, pasando por su presencia en el Parque Nacional de Timanfaya o sus esculturas móviles, no dejó ni una sola región de norte a sur sin tocar. La ruta que realice el viajero para acercarse a él es indiferente, ya que cualquiera de los lugares del artista llevan su sello: el matrimonio perfecto entre arquitectura y naturaleza.
Sin embargo, y por seguir un orden necesario, paremos primero en la casa que se construyó cuando regresó de Nueva York a finales de los años 60 y que hoy es sede de su Fundación, donde se expone una impresionante colección de arte contemporáneo.
Él mismo cuenta en el documental Taro. El eco de Manrique –que se puede ver bajo la sombra de un árbol en su segunda vivienda, la de Haría– que un día, caminando por el mar de lava de la zona de Tahíche, se encontró con una burbuja volcánica en el suelo con "unas dimensiones habitables" y decidió hacerse su casa allí, a la que llamó Taro, como las antiguas construcciones de piedra de Lanzarote.
Para entender perfectamente la filosofía del arquitecto de cómo el hombre debe adaptarse al entorno natural simplemente hay que recorrer esta residencia. Mientras caminas por las grutas volcánicas hechas pasillos entras de repente en un saloncito abierto al cielo tras perder su techo de lava (lo que se conoce como jameo) donde crece un árbol que se abre paso hacia la luz rodeado de sillones. O descubres en otra burbuja de piedras negras una piscina con su zona de barbacoa y descanso como si fuera lo más normal del mundo que Manrique hiciera realidad algo que únicamente pudo haber soñado. Y así es como uno entiende que el artista no solo admiró su isla sino que vivió en el corazón de la misma para sentir su palpitación a través de sus tripas volcánicas.
Y ese mismo espíritu lo trasladó a todo. Con la intención de convertir su "isla natal en uno de los lugares más hermosos del planeta", no paró hasta que a finales de los 60 recibió el apoyo del Cabildo para construir todos esos Centros de Arte, Cultura y Turismo que hoy atraen al visitante y que definen a la isla.
En los Jameos del Agua, un poco más al norte de Punta Mujeres, él vio las posibilidades de una cueva natural formada tras hundirse parte de su cascarón de lava. Allí mismo erigió un restaurante que se abre paso hasta un tubo volcánico que esconde un lago lleno de minúsculos y brillantes cangrejos ciegos, especie única de Lanzarote.
Y como si eso no fuera suficiente para impresionar al que camina entre estos pasillos de lava negra, una enorme piscina blanca sirve de antesala a un auditorio con aforo para 600 personas construido en una gruta que se inauguró en 1977 y que, actualmente, acoge grandes espectáculos culturales.
Cerca de los Jameos, en el valle de las 1.001 palmeras como se conoce la región de Haría, está la que fue la segunda vivienda del arquitecto. La describió como "todo lo contrario" a la de Tahíche: "Es una casa campesina, con un enorme calor humano que es lo que más tiene". La visita al que fue su último hogar permite pasear por su yo más personal a través de su ropa, sus recuerdos, sus fotografías, algunas de sus obras; o imaginárselo sentado en su salón y, al mismo tiempo, disfrutando en su estudio, en el que trabajó hasta el día de su muerte en un accidente de tráfico a los 73 años.
En el centro de la isla, en San Bartolomé, quedó plasmado su respeto por el pueblo llano y la dura lucha del agricultor en la Casa-Monumento del Campesino. La construcción alberga salas en las que a través de exposiciones y talleres, el viajero puede conocer y adentrarse en el mundo campestre. Todo edificado alrededor de una plaza en cuyo centro vuelve a abrirse un agujero negro para descender a una cueva subterránea que él aprovecha para integrar un restaurante.
En Lanzarote sería difícil escapar del arquitecto, aunque no se visitaran todos los lugares hasta ahora expuestos. Adentrarse en la ínsula es chocarse con su presencia. Construyó el Mirador del Río, tan mimetizado con el entorno que cuesta descubrirlo y desde donde se admira todo el archipiélago protegido de Chinijo; o el Centro de Interpretación de Timanfaya con su restaurante, donde se asan las carnes aprovechando el calor del magma; el Jardín de Cactus, otro ejemplo de su capacidad para aprovechar los recursos de la isla; o sus Juguetes del Viento, que salpican Lanzarote aquí o allá aprovechando ese sempiterno soplido que refresca el clima.
Dicen amigos del artista que él les enseñó a ver lo que no podían ver: que su isla es un tesoro en sí mismo. Hoy lo ven los conejeros, como coloquialmente se conoce a los lanzaroteños, y cualquiera que decida acercarse a esta isla marcada por la lava seca, el viento incansable, sus casitas blancas y, desde hace menos años, por la ya eterna obra de Manrique.