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Hay quien dice que O Fuciño do Porco esconde un tesoro en su interior. Un acantilado desde el que se intuye la inmensidad de la Mariña Lucense, testigo de asedios vikingos, de monjes benedictinos que cruzaban sus aguas para dar misa y hasta de leyendas que hablan de templarios que encontraron cobijo en un monasterio, hoy en ruinas, al otro lado del mar, en Illa Coelleira.
Uno de los riscos más altos de la Europa continental, formado de granito, pizarra y arenisca, ubicado en la localidad lucense de O Vicedo. Este lugar -para muchos desconocido- vive hoy una primavera surgida hace poco más de un lustro, cuando un reportero local consideró mostrarlo al mundo.
Surgió entonces una inesperada popularidad que, junto al estallido de la pandemia, obliga a pedir vez en la web del ayuntamiento para poder contemplar este monumento natural a orillas del Cantábrico. Se permite en cada turno un máximo de 50 visitantes, a los que dan 45 minutos para cruzarlo. "Pensábamos que sería algo temporal, pero yo creo que se va a quedar así. Cada vez viene más gente", cuenta Raúl, miembro del personal de control de O Fuciño do Porco.
En un grupo de unas 25 personas, cruzamos un sendero rodeado de helechos, toxos y eucaliptos, tras los que se adivina una ensenada por la que navegan embarcaciones turísticas y pesqueras. Muchas de ellas atesoran las mismas capturas con las que se celebra cada mes de julio A Festa da Merluza do Vicedo, este año pospuesta por la pandemia.
Algunos barcos llegan hasta la Praia da Abrela, cuyas duchas se encuentran entre la arena y el pinar, conformando un remanso verdoso plagado de merenderos donde visitantes y lugareños toman un merecido descanso. Atrás quedan los 20 minutos de caminata desde el aparcamiento, lo más lejos que pudimos llegar con el coche. Allí espera su turno otro grupo de personas más o menos del mismo tamaño que el que nos aguarda al final del sendero, en un claro del bosque, justo donde O Fuciño do Porco se adentra en el mar.
No es posible que esta comarca se desprenda de su arraigada tradición marinera, de la que también procede el popular nombre de O Fuciño do Porco -Hocico del Cerdo en gallego-, del puñado de pescadores que lo conocían. Viéndolo desde su embarcación, a estos marineros les pareció que tenía el aspecto del hocico de un puerco olisqueando el mar.
Y es que su verdadero nombre es Punta de Socastro, ya que, bajo una veintena de siglos de viento, lluvia y arenisca, en este monte se encuentra un castro todavía por excavar. Uno de los muchos tesoros que esconde O Fuciño do Porco. Lo cierto es que este paraje no siempre tuvo la pinta de ahora. Antiguamente era un peligroso sendero resbaladizo y escarpado que algunos técnicos de telecomunicaciones debían cruzar de vez en cuando en busca de una radiobaliza que localizaba barcos en peligro, allí donde el mar devora el rocaje.
Este pequeño faro -que aún aguanta en pie- bien habría servido a las naves vikingas que asolaron la Mariña durante los siglos IX y X. Se sabe a ciencia cierta que hubo invasiones normandas por esta zona y muchas otras de Galicia, pero no queda tan claro el devenir de todas ellas.
Lo que sí se sabe es de la existencia del asentamiento vikingo de Os Moutillós, en la Praia de San Román, la cual se puede ver desde el propio hocico, a tan solo unos minutos de distancia. Es difícil encontrar hoy algún vestigio de aquella parada nórdica, pero la constancia es tal que, cada año, O Vicedo celebra una romería vikinga en la que se recrea el desembarco de estas bestias sanguinarias en aquel mismo arenal.
Ya en el promontorio, subimos por una moderna escalinata de madera que se convierte en un sendero angosto, protegido por un pasamanos y el macizo vicedense, del que cuelga un denso tapiz de helechos que nos presenta un paso de umbría. Al menos en su primer tramo, hasta que llegamos al puente que conecta las dos crestas de O Fuciño do Porco. Fue ahí donde agradecimos llevar protección solar y sombreros, aunque los fuertes vientos, tan habituales en esta punta escarpada, casi se los llevan consigo.
Seguimos adelante, bajando y subiendo el acantilado, entre guijarros y alfileteras que visten las paredes interminables de pizarra. Y llegamos a la parte más alta, donde abunda la arenisca, tapiz de parejas de ayer y de hoy, cuyos nombres aún se pueden ver grabados en la roca madre.
En la punta del hocico, la famosa radiobaliza, en la que también se descifran recuerdos rascados en pintura. Teníamos frente a nosotros la inmensidad del Cantábrico, tan solo interrumpida por algunos peñones en los que descansan gaviotas y otras aves marinas.
Al más grande de todos, lo llaman Illa Coelleira –Isla Conejera–, unas 26 hectáreas de pastos que un día guardaron cultivos y que hoy no es posible visitar. Deshabitada desde que el farero y su familia volvieron a tierra continental, fue en su día hogar de monjes benedictinos que no tenían problema en cruzar el mar para dar misa en un monasterio cuyas primeras referencias datan del año 1095.
Incluso se dice que allí se resguardó una orden de caballeros templarios, perseguidos por el monarca Felipe, el Hermoso. Pero no es más otra de las muchas leyendas que resuenan en esta tierra, casi siempre sobre liturgias prohibidas, espíritus pedigüeños y seres subterráneos que ocultan sus tesoros de los visitantes.
El verdadero tesoro de Illa Coelleira es su biodiversidad. Enlace privilegiado para aves migratorias que transcurren desde el norte islandés hasta África, donde también anidan gaviotas patiamarillas, pardelas cenicientas o cormoranes moñudos. Por no hablar de la abundante comunidad de conejos que da nombre a la isla. No por nada, las tierras de Coelleira siempre se caracterizaron por su predisposición a la agricultura. Aún hoy algunos lugareños recuerdan el sabor de aquella harina fina y blancuzca con la que se preparaba uno de los mejores panes de la comarca.
Llegaba el momento de regresar, y sería la parte más exigente del trayecto, en la que te das cuenta de la importancia del calzado, ya que, aún siendo un sendero practicable, los gemelos tiran y los tobillos buscan desesperadamente una superficie segura en la que relajarse. Recordé a aquellos técnicos de la radiobaliza, los primeros visitantes de un lugar que, "de aquella, era un barrizal".
Así nos lo cuenta Raúl, del personal de control, quien asegura que, "hace cinco o seis años, aquí no había nada". Cabe destacar el reciente acondicionamiento de un risco que, hasta no hace tanto, muy pocos se atrevían a cruzar. "La escalinata del principio, los pasamanos del primer tramo... Son de ahora", explica. Una labor que esperan poder ampliar hasta los últimos tramos, ya que "a medida que avanzas, la madera es más vieja".
Conteplando el batir de las olas revolviendo el agua cristalina, comprendo por qué esta es una zona predilecta para ávidos submarinistas. La diversidad está garantizada en este fondo marino, en el que destaca la población de nudibranquios, coloridos moluscos conocidos como babosas de mar. Incluso se intuye, a unos cuantos metros de nuestra posición, a Cova da Doncela -la Cueva de la Doncella-, una ventana en plena roca que da directamente al mar, más allá de la Praia da Abrela. Se debe acceder a ella desde tierra firme, cruzando un angosto pasadizo perforado en la piedra, cuyas paredes sudorosas conducen hasta la que podría ser la antigua guarida de un dragón marino.
Si alguna vez existió un ser de este tipo, debió de ser en Galicia, la que Álvaro Cunqueiro identificó como "un país de tesoros escondidos". Y algo de eso hay en O Fuciño do Porco, un lugar al que rodean historias y leyendas que solo en este macizo imponente podrían tener algo de verdad.