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Sin desatender la faena, los mariscadores saludan a los pasajeros del barco detenido a pocos metros de la batea anclada en el corazón de la ría de Arousa. Gabriel Comojo, patrón de la embarcación en la que viajamos, explica cómo se cultiva el mejillón en este enclave gallego, el mayor productor mundial del molusco.
El barco de la compañía Amare está especializado en el remonte, navegación tierra adentro de la ría de Arousa y el río Ulla, en la que es la primera etapa del Camino de Santiago Marítimo, la más original de las rutas compostelanas. Este singular camino jacobeo resucitó en 1963 de la mano del estudioso José Luis Sánchez-Agustino. Desde entonces, la tutela la Fundación Ruta Xacobea do Mar de Arousa, que aglutina a 22 ayuntamientos de A Coruña y Pontevedra, junto a otras entidades.
Único Camino de Santiago marítimo del mundo, reproduce la llamada Traslatio, el viaje de la nave en la que sus discípulos llevaron los restos del apóstol Santiago, después de su martirio y muerte en la palestina Jaffa en el año 44, a Iría Flavia y, a continuación, hasta el monte Libredón, cerca de la actual catedral de Santiago de Compostela. Es el germen de todos los Caminos de Santiago y admite diferentes singladuras. Elegimos la que sale de Vilanova de Aruosa.
“Puede considerarse como la primera ruta jacobea y también la más auténtica”, explica Javier Sánchez Agustino, actual director de la Fundación Ruta Xacobea do Mar de Arousa. Este camino, marítimo, fluvial y terrestre, rememora la última parte del itinerario que siguieron los discípulos del Apóstol. La ruta ya es recogida en el Códice Calixtino, escrito en el siglo XII por el clérigo Aymeric Picaud y primera guía de la peregrinación jacobea.
El Camino Marítimo de Santiago se organiza en dos etapas, con parada obligada en Padrón, el lugar donde Atanasio y Teodoro ataron al pedrón, una antigua ara romana situada en la orilla del Ulla, la barca -que la tradición asegura era de piedra y carecía de timón- con los restos del Hijo del Trueno.
La primera etapa de la Traslatio se hace por el agua. Remonta en primer lugar la ría de Arosa, hasta que alcanza su cabecera en la desembocadura del Ulla. A partir de aquí, continúa aguas arriba del río hasta Pontecesures, a poco más de un kilómetro de Padrón. Marca el rumbo de esta singladura una sucesión de cruceiros enclavados en las orillas de las aguas. La segunda etapa recorre el camino que une Padrón con Santiago de Compostela.
Después de muchos meses de ausencia, la relajación de las medidas contra la pandemia ha hecho que los peregrinos vuelvan a recorrer la Traslatio. “Antes de la covid lo habitual eran varias remontadas diarias. Luego se paró todo”, señala Coscojo. Hoy salimos tres embarcaciones. Enfundados en ropa de abrigo y con la obligada mascarilla hasta los ojos, vamos a bordo peregrinos, turistas de ocasión y este par de periodistas que escuchamos con atención las explicaciones del patrón sobre el cultivo de moluscos que comenzó en Arousa en 1945, cuando se instalaron una decena de bateas frente a las escolleras del puerto de Vilagarcía.
“Hoy son en la ría 2.300 bateas dedicadas al mejillón y 100 más a la cría de ostras”. Los números que lanza Gabriel impresionan: cada batea tiene entre 200 y 700 cuerdas de hasta 12 metros de longitud. Cuando engordan, a cada metro de cuerda se agarran 20 kilos de mejillones, lo que quiere decir que cada batea llega a producir 120 toneladas del molusco.
A escasos metros de la embarcación de Amare, los bateeiros se afanan en la recogida del fruto de mar que mejor representa a Galicia. Uno de ellos maneja con habilidad la grúa del barco marisquero, de la que pende una enorme cesta. Con ella coge la madeja de cuerda enorme y preñada del brillante bivalvo y la deposita sobre la cubierta del barco. Allí sus compañeros se afanan en clasificar la partida. En esta época solo se seleccionan los que dan la talla comercial; los pequeños volverán al agua hasta octubre, el momento de máxima recolección.
Vista la sorprendente maquila de un sector que en Arosa da trabajo a más de 10.000 personas, Comojo gira el timón hacia al fondo de la ría más grande de Europa. Más allá, sobre tierra firme, un oscuro frente nuboso enturbia el panorama. “En el Ulla, nos llueve”, advierte. Rumbo noreste dejamos atrás el dédalo de bateas y un oleaje -imprevisto hasta este momento de la singladura- balancea sospechosamente el barco. “Las bateas calman el mar de la ría, entre ellas está como una balsa, pero fuera es otra cosa”, certifica el patrón.
El siguiente hito está cerca. El islote de Malveira Grande, uno de los tres pedazos de roca tutelados por Cortegada, isla principal del microarcipiélago situado frente a Carril. Estos mínimos terruños son la porción menos conocida del Parque Nacional de las Islas Atlánticas, donde también se integran Cíes, Ons y Sálvora.
En el punto más alto de la solitaria Malveira, apenas a 16 metros sobre las olas, se alza un cruceiro de piedra. Es el primero de una larga serie de estos monumentos que flanquean este Camino y han sido enclavados en puntos estratégicos de la ruta. “Es uno de nuestros valores más destacados; se trata del único Vía Crucis marino del mundo y realza el valor y el sentido espiritual de la Traslatio”, explica Sánchez-Agustino a propósito del singular conjunto monumental. Los 17 cruceiros que lo componen han sido donados por diferentes instituciones públicas y personas privadas.
A tiro de piedra de Malveira está Cortegada, isla separada de tierra firme por un canal de solo 189 metros. Cuando la marea está más baja surge de las aguas el Camino del Carro, por el que se cruzaba cuando la isla estaba habitada. Aunque no es por esto por lo que destaca Cortegada, sino por albergar el mayor bosque de laurel de Europa. Comparada con su alopécica vecina Malveira, llama la atención su deslumbrante cabellera, verde y tupida, que llega hasta el mismo borde del mar.
Cortegada conserva los restos de un monasterio, así como los de un poblado de las gentes que la habitaron. Se esconden en las umbrías de su bosque prodigioso. Desde el barco sí que se ve el cruceiro de Punta Corveiro, el extremo norte de la isla. A sus pies, ahora que la marea está baja, una nutrida pandilla de garzas reales picotea en la orilla. Más allá, enfrente de Carril, otro pequeño ejército dobla el espinazo mientras rebusca bajo las aguas someras. Son las mariscadoras que remueven la arena con rastrillos y sachos en la recolecta de las mejores almejas del planeta.
Quedan a estribor la Pedra do Pico y los cruceiros del Salgueiral, O Campanario y Punta Grandoiro, montón de rocas que señala el lugar donde desemboca el Ulla en la ría de Arosa. Empieza la segunda parte de esta singladura por aguas gallegas. Ya por el río, una suave virada nos lleva a la orilla norte. Alcanzamos Punta Patiño.
Sobre las rocas amarillas de liquen se alza el lugar más evocador de este singular recorrido. Es un calvario -es decir, tres cruceiros-, siendo el central de mayores dimensiones y con la singularidad del izquierdo, orientado hacia sus compañeros, en vez de mirar hacia el agua como ellos. A su lado, un aberrante mirador descoloca el encanto del lugar.
Ulla arriba, sucede lo anunciado: comienza a caer agua. Rebulle el pasaje mientras busca los chubasqueros en las mochilas bajo una lluvia racheada. Uno de los turistas intenta inútilmente abrir su paraguas, que se da la vuelta derrotado por el viento. No pasa nada, estamos en Galicia. Continúa el espectáculo.
Dos puentes enormes unen las orillas del Ulla. Poco antes de pasar por el primero, sobre el que transita a una altura de vértigo el ferrocarril, quedan atrás los cruceiros de Oteiriño y Telleiras. Cormoranes y gaviotas son los visitantes más fieles de las rocas donde se alzan, hoy les acompañan una pareja de garcillas despistadas. Y se alcanza el segundo de los puentes, el de la autovía AG-11. Estamos frente a uno de los apogeos festivos de toda Galicia, Catoira.
Bajo uno de los pilares se alzan las ruinosas Torres de Oeste. Entre ambas, una coqueta ermita. Como puede suponerse, está consagrada a Santiago. Se levantó en los inicios del siglo XI con las piedras de las fortificaciones. El origen de estas fortalezas fue un antiguo asentamiento romano. Aunque por nada de ello son universalmente conocidas. Da pistas la runa grabada en una piedra en la entrada a sus accesos, pero sobre todo lo hacen las tres embarcaciones atracadas en el pequeño pantalán bajo las torres. Son tres dakkar vikingos.
Estamos en Catoira y las Torres de Oeste fueron mandadas construir por Alfonso III, rey de Asturias, para defenderse de las incursiones de vikingos normandos y musulmanes. La fama de las riquezas que atesoraba Jakobsland, nombre con el que en el norte de Europa se conocía entonces a Galicia, los atrajo como un imán. Llegaron en embarcaciones como estas réplicas. En 1850 alcanzaron Iría Flavia, aunque en los posteriores intentos de saqueo consiguieron ser rechazados.
Desde 1961 se celebra cada primer domingo de agosto una romería que escenifica aquellas invasiones nórdicas. Festival que se prolonga varias jornadas con música, ferias y otras manifestaciones populares, participan émulos vikingos venidos de todos los lugares del mundo. Los que entran en los drakkar, llegan bajo las torres y simulan un desembarco.
Continúa un inofensivo pero estrepitoso enfrentamiento, que solo el cansancio y unas buenas dosis de albariño y ribeiro logran apaciguar. La covid ha obligado a los drakkar de Catoira a permanecer dos años amarrados. La situación de la pandemia ha aconsejado no celebrar este mes de agosto la fiesta vikinga, igual que el año pasado. El paso ante el islote del Ratón nos vuelve a la realidad del Camino Jacobeo Marítimo. Sobre la picorota de su solitario cruceiro, justo en la mitad del río, orea el plumaje un cormorán.
Quedan a estribor las marismas de Catoira, venidas a nada estas horas de marea baja. Antes de que la lluvia empiece de nuevo, Comojo acelera su barca, que levanta un oleaje que salpica las orillas. Estamos en la parte del río donde se colocan las pesqueiras de lampreas cuando llega la temporada, allá por los meses de invierno. El paso ante los últimos cruceiros, los de O Texar y Cordeiro, lleva al puerto de Pontecesures al tiempo que escampa. Tras el rito de sellar la credencial, a los peregrinos sólo les queda la tirada hasta la cercana Padrón. En la breve caminata, el suave viento que se ha levantado secará la ropa que la lluvia mojó en la remontada.