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El barrio de bodegas de Baltanás (Palencia) es hoy, y ha sido durante años, la segunda casa para muchas generaciones de baltanasiegos. Al menos lo fue desde 1543, cuando por primera vez se dató su existencia en un documento de compra de las bodegas a favor de don Pedro de Zúñiga. Al poco tiempo, la propiedad regresó a los vecinos del pueblo. Hoy en día, en ellas se elabora poco vino. Más bien son lugares de ocio donde almorzar, comer o cenar en buena compañía.
¿Qué tiene de especial y diferente este barrio de bodegas? Muchas cosas, la verdad. Al menos para el que firma este reportaje, cuya familia desciende de Baltanás. Podría pensar el lector que voy a ser poco objetivo al construir este relato, pero mi intención es dejar a un lado las emociones y que sean otros los que hablen. Eso sí, conozco bien la zona y no me resisto a sugerir algunos detalles.
Ubiquémonos. El cerro -o cotarro- de las bodegas está junto al barrio del Castillo y coge altura poco a poco, dejando atrás las últimas casas. Su presencia se adivina desde cualquier llanura o altozano de los alrededores, con las puertas de enebro pegadas a las laderas y las chimeneas emergiendo de la tierra. Y como si fuera la chimenea más grande, la torre de la iglesia de San Millán componiendo una bonita estampa.
Esta imagen de las 374 bodegas es lo primero que llama la atención. Ya se ha activado la vista y al subir a lo alto del cerro, lo hace el oído. Siempre sopla aire. Puede que una ligera brisa cuando en el pueblo hay calma chicha, pero en los días de viento del norte, arriba casi se transforma en huracán. ¡Suena, vaya si suena!
Antes de llegar a esta atalaya, merece la pena hacer el último tramo con los ojos cerrados. Sobre todo cuando se visita por primera vez. Al abrirlos, la inmensidad del valle del Cerrato y de los páramos que lo envuelven confluyen en la línea del horizonte. “Un secarral, soso y homogéneo”. Así describe el paisaje quien lo mira pero no lo ve. La realidad es otra: en primavera, un vergel con la hipnótica imagen del viento transformando las espigas en oleaje; en verano, una combinación de amarillos, ocres y oro viejo, para culminar con las tonalidades grisáceas del otoño y el invierno. Y qué decir de la puesta de sol. Hay que verla. No se puede explicar.
El olfato se suma a esta sinfonía alrededor del tomillo y el espliego. Y puestos a tocar, los más de 500 años de historia de las bodegas se aprecian a través del recio tacto del enebro, resistente como pocas maderas a los contrastes de temperatura y humedad. También se percibe acariciando las piedras labradas que coronan muchos dinteles. Del gusto, poco que decir. Sencillamente disfrutar del vino, el queso y las chuletillas de lechazo a la brasa.
Este carrusel de sensaciones lo transforman Julia López y Patxi Garrido en un atractivo relato. Ellos son el alma de 'La Zarcera', el proyecto que quiere mostrar al mundo lo que era un patrimonio casi exclusivo de los baltanasiegos. Hace un año que lo pusieron en marcha y están contentos y emocionados. Más que nada, afirman, “por la respuesta que estamos teniendo; a la gente le parece increíble que no se conozca más”.
La declaración de Bien de Interés Cultural (BIC) con categoría de conjunto etnológico fue la chispa que encendió la mecha de un nuevo tiempo. Se produjo en 2015, y en Castilla y León solo hay cuatro barrios de bodegas que atesoren esta distinción. Es lo primero que Julia le cuenta a una pareja de Elche y a cuatro amigos de Bilbao en una visita reciente. Lo hace delante de un plano de las bodegas donde se visualizan los seis niveles de excavación. Lo sorprendente al contemplar la radiografía del terreno es cómo pudieron ponerse de acuerdo para construirlas sin comunicarse unas con otras. “Seguían un patrón para los cañones de bajada y las lajas de piedra o maderas que permanece intacto; además, en épocas contemporáneas no se han construido más bodegas”, prosigue Julia.
También se sabe que en el barrio había cuatro lagares comunales para elaborar vino. Hoy, el ayuntamiento ha recuperado uno de ellos como centro de interpretación donde se explica cómo se obtiene y las herramientas utilizadas: un castillo de maderos y tablones, un husillo y una viga de olmo, y una enorme piedra de más de 1.500 kilos para ejercer la presión que extrae el zumo de la uva.
La palabra castillo surge varias veces durante la visita, así que la pregunta es inevitable: “¿Hubo uno en la zona?”. “Que se sepa y esté documentado, no”, contesta Julia. Pero hay quien afirma que sí y las piedras labradas que decoran muchas bodegas son un buen indicio, como lo es visualizar desde lo alto del cerro el carácter defensivo que podía tener.
El grupo continúa hacia la cima mientras la guía relata que en la comarca del Cerrato, que aglutina 41 municipios, se cultivaba mucha uva y que esa es la razón de ser del barrio de bodegas. “Toda la extensión que veis de cereal eran viñedos, pero a principios del siglo XX la filoxera arrasó con ellos y cuando se empezó a controlar la enfermedad a mitad de siglo, se produjo la gran emigración al País Vasco y a Madrid”.
Los que se quedaron apostaron por el trigo y la cebada, en teoría más rentables, lo que explica que en Baltanás -actualmente- la historia del vino se cuente a través de su patrimonio arquitectónico. Eso sí, sigue habiendo algunos majuelos de familias que elaboran su propio vino, aunque muchos baltasaniegos lo hacen con uva traída de fuera.
Este y otros detalles los explican algunos vecinos durante el recorrido, encantados de mostrar sus tesoros. Sobre todo sugieren fijarse en las puertas. Todas tienen algo en común: los huecos de ventilación, mediante perforaciones en la madera o aprovechando un diseño en rejilla. “Para que la temperatura se mantenga constante entre 12 y 14 grados durante todo el año tiene que haber una corriente de aire entre la puerta y la chimenea; de esta forma se evita la humedad y el vino fermenta mejor”, comentan.
El recorrido sigue y alguien se fija en la presencia de cables del tendido eléctrico, antenas de televisión, verjas en ventanas o uralita en algún tejado. “Tras la declaración de Bien de Interés Cultural”, comenta Julia, “estas cosas se controlan mucho más, pero soterrar los cables es caro y difícil porque el subsuelo está hueco”. Todo se andará.
Poco antes de llegar a lo alto del cotarro, la guía abre la bodega de Jaime, un vecino que la ha transformado en un pequeño museo. Las sisas o huecos para las cubas, los aperos de labranza y los utensilios para elaborar el vino describen su valor patrimonial mejor que las palabras. Pero los detalles que más sobrecogen son las marcas en las paredes, excavadas con herramientas rudimentarias, y las enormes piedras y vigas del lagar. “¿Pero cómo las metieron dentro?”, se pregunta una pareja. Un misterio todavía sin resolver.
El grupo llega por fin a la cumbre. La torre de la iglesia de San Millán -parece una catedral por su majestuosidad- casi se puede tocar con la mano. Desde arriba se aprecia muy bien el bosque de chimeneas. Brotan del suelo como champiñones. Son muy evocadoras. “¿A qué os recuerdan?”, pregunta Julia momentos antes de citar La Pedrera, el edificio civil más emblemático de Antoni Gaudí.
La escritora Ana María Ferrín describe en el libro Regreso a Gaudi's Place que el arquitecto catalán se inspiró en las chimeneas de las bodegas de Baltanás en un viaje que hizo a Astorga y que le acercó al Cerrato castellano. Cierto o no, forma parte del relato de la visita, y documentado está que el parecido es muy razonable.
Vino y pinchos, toca disfrutar
Ha pasado más de una hora desde el inicio del recorrido y el grupo se dirige sin prisa a 'La Zarcera', en la parte baja del barrio. La antigua vivienda se ha transformado alrededor de cuatro espacios: la bodega de la casa, una taberna, una tienda donde se venden alimentos artesanos y de cercanía, y una pequeña sala multiusos.
En esta última termina la ruta degustando los pinchos que elabora Patxi y los vinos de las cercanas denominaciones de origen Cigales y Arlanza. “Bueno, pues todo esto que habéis vivido y que ahora vais a probar no es un lujo, es un privilegio al alcance de todo el mundo”. Este es el mensaje que más le gusta repetir a Patxi, cocinero, actor, escritor…
“Da gusto la pasión que le ponéis”, comentan José Antonio Guillén y María Loreto, vecinos de Elche, “nos vamos impresionados de la historia que atesora este conjunto y cómo ha llegado a nuestros días tan bien conservado”. “Es verdad”, matiza a su lado el bilbaíno Miguel Mora, “esta pequeña montaña es como un queso gruyere, es increíble que se haya mantenido en pie tantos años”.
Así, con este buen sabor de boca potenciado por los quesos de la zona que forman parte de la degustación, concluye la visita. Bueno, realmente puede seguir en el Museo del Cerrato Castellano de la localidad, donde el vino y las bodegas cuentan con un espacio propio. Lo dicho, no es un lujo, es un privilegio.