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Un día de los años 70, Ángela Palacios cometió una osadía: se plantó en la casa de Arcadio Blasco -el alfarero, ceramista, escultor… o lo que viene a ser un gran artista- en el Cerro de la Mina (Majadahonda) y le dijo: “usted dice que hay que hacer escuela y yo quiero ser su aprendiz ¿me acepta?”. La aceptó. Entonces comenzó la aventura de Ángela con sus manos y sus arcillas. Medio siglo haciendo arte con tesón y pasión, sin aspavientos. Esta mujer es una artista que se vende fatal.
“Eso es verdad, pero es que nunca me ha interesado mucho”, responde al comentario mientras deja en la estantería una de sus últimas piezas. “Sí, es una ensaladera. Hace ya años, cuando estuve en EE.UU.”, vivió en Atlanta e hizo exposiciones allí, “comencé a plantearme la cerámica utilitaria. Hasta entonces, desde mis inicios con Arcadio, había hecho escultura. Y allí, como no tenía torno, comencé con unas teteras para ver cómo eran aquellos greses. Funcionaron. Luego mi hija María también me decía eso de mamá, que sea útil. Ahora me encantan las pequeñas piezas”.
Maestra de EGB, historiadora, profesora en talleres de cerámica -con su compañera y amiga Maria Cruz del Valle, toda una vida juntas-, echa la vista atrás mientras coloca una de sus piezas en la estantería. Esta es su casa-estudio-horno-taller en Las Matas, en el norte de Madrid. Aquí es bien conocida, aquí acuden sus amigas y alumnas a verla y comprar, si se deja, alguna de sus piezas queridas.
Desde las maravillosas esculturas de las que se encaprichó Juan Barjola -“me compró una y… ¡se la cobre!. Yo no quería, pero mi suegro decía que no cobrarle a un hombre de esa talla, era un mal detalle. Con los años, me he arrepentido”- hasta sus últimas tazas, ensaladeras… “Sí, son ensaladeras, puedes llamarlas así. Para ensaladas, frutas, garbanzos, cosas... Lo que sea, entra en el lavavajillas. Si se rompe, se rompe”.
Se agacha para sacar un plato o una bandeja, un gres precioso con una hoja fundida, o una de sus bolas hipnotizantes, misteriosas para quienes aman los desafíos de las redondeces, las curvas. “Siempre me han fascinado las bolas, luego abiertas y rotas”. A poco que la persona que tenga enfrente sea amante de rodar, esa fascinación de la artista por las pelotas se entiende a primera vista.
El maestro Arcadio Blasco “me enganchó en aquellos años, aún del franquismo. En un programa de prestigio, Encuentro con las Letras, salió con sus esculturas cerámicas. Contó que eran habitáculos para defenderse del miedo. En aquellos tiempos, el concepto del habitáculo que te esconde era tan sugerente como real”.
Por entonces la profesora Palacios daba clases en la EGB y había hecho cursos en la escuela Tanagrá y en el Club del Sur. Lo de la arcilla, el gres, jugar con los engobes -arcilla más óxido colorante-, en resumen, crear, le debió de entrar por los dedos, las uñas, las manos, hasta diluirse en las venas de sus muñecas.
Ángela explica su obra, lo que hace o hizo -depende de la pieza que tenga en la mano- con una pasión y un sosiego que cunde la sensación de llevarse cualquiera de sus piezas, sean esculturas o cerámicas útiles. Cada una transmite las sensaciones que ella ha tenido mientras creaba.
Bajar a su horno y taller, rodeado de vegetación y cachivaches geniales -dan ganas de deslizar alguno en la mochila-, es un lujo mientras desgrana sus recuerdos. Ella ya era maestra, estudiaba historia y geografía el día que se presentó ante Arcadio. El ceramista y escultor valoraba lo importante que era crear escuela. Su primera alumna fue feliz. En el taller de Majadahonda empezó sola. Luego tuvo dos compañeras a las que no olvida.
Durante la mañana y la charla, se afana por mencionar los nombres de todas las personas a las que quiere y de las que aprendió. Mientras pone el horno en marcha para cocer, se le ilumina la cara al hablar de la sala grande, enorme, que tenía Arcadio en su taller. Por allí vió pasar a artistas como Mompó. A otros no los vió - Rafael Canogar, Luis Feito o Luis Vento-, pero por allá anduvieron seguro.
Pintaban y trabajaban sobre grandes platos que hacía un tornero fichado por Arcadio. También estaba Carmen Perujo, la mujer de Arcadio, pero “yo no la conocí casi. Eso sí, en 1972 había comprado una paloma de ella que guardo”.
El horno y el torno se ponen en marcha, saca la plancha y, con ello, se aceleran los buenos momentos con el maestro, sus manos se manchan de esa arcilla blanca que gira. “Me preguntó por mis técnicas y yo le hice alguna demostración, pero al final me dijo: olvídate de todo eso. Vamos a la técnica del urdido o del churro -el principio de todo- con las que vas a poder hacer grandes contenedores: cantaros, tinajas. Empecé a investigar y era la técnica que más posibilidades me daba”.
Tras el torno y el horno, la maestra Palacios coge el pincel entre sus dedos y con un mimo infinito traza el dibujo sobre la arcilla, un cacharro útil. Es otro de esos momentos de la mañana en que le sonríe la voz cuando cuenta que la técnica del urdido o del churro era, además, la que ella había visto desde su infancia. “Ya la había visto en mi pueblo, Mota del Cuervo. Desde que era niña la ví hacer por los cantareros de toda la vida. La usaban para los lebrillos y otras cerámicas de la vida cotidiana”.
Sí, habla mucho de Arcadio Blasco, aunque tuvo otros maestros a los que quiere honrar, pero es que “a él le recuerdo siempre porque me dió la noción que llevo conmigo, lo que hago no ocupa un espacio, sino que lo contiene”. La sensación de cobijo en un cacharro grande, una tinaja. Ella no lo dice, pero lo de los ladrones de Ali Babá en las grandes tinajas se hace presente en el taller.
Desde aquellos tiempos sola con Blasco -“luego llegó otra amiga, Inés Gámir, y otra más”-, empezó a realizar piezas de hasta 35 a 45 centímetros de alto con la técnica del churro. “Comprendí lo que era controlar tú a la arcilla, no que la arcilla te controle a tí. Me sirvió para conseguir hacer lo que quería”, cuenta. Es cuando empieza a perderse en el mundo de los engobes apasionadamente.
Toma entre sus manos una de sus cerámicas y explica con mimo a qué se debe ese color. El engobe es el arte de añadir el óxido a la arcilla en una proporciones descubridoras y deseadas para obtener un fusión bella. Luego van las características de la cocción, que hacen cada pieza única.
Da igual que sea una delicada escultura con hilo de cobre o una figura redondeada, en círculo, un plato, un vaso, una fuente… Nunca la cerámica se pasó de moda en las manos de esta mujer, nunca abandonó la sensación de sus yemas en los barros, mucho más allá de las tendencias temporales.
Su técnica de cocción oscila entre los 1.250 y los 1.270 grados. Son grandes temperaturas y “el bizcocho lo hago entre 950 y 1000 grados. A los greses y porcelanas puedo añadir chamota; a otros no añado nada. Tengo algunas arcillas de Limoges, que ahora han desaparecido, y hay una chamota que se llama moloquita…”. Se entusiasma explicando con la esperanza de que, quien la escucha, capte lo que encierran sus piezas, sus técnicas.
Para el torno por hablar de la buena gente que encontró en su camino -Paco Peralta y el museo de Segovia que tiene, el taller de Tanagrá y Antonio Ortiz-. Pero lo mejor son sus alumnas, con las que a veces se topa, la buscan o la recuerdan. Y Mari Cruz, su compañera del alma y del arte durante 40 años.
“La cerámica me ha salvado muchas veces de todo. Incluso en los tiempos duros de enfermedad. Mis alumnas, que me cuidaron cuando Miguel, mi marido, estaba agotado de tanto al pie del cañón”, recuerda. “El proceso creativo, la evolución de una pieza, una bola entre mis manos que se abría… No sé expresarlo bien. Bajo al taller y disfruto, estoy conmigo misma”.
Y tiene lo que tiene, lo que vemos, lo que hay en las estanterías, porque solo hace lo que le apetece y aporta. Incluso en los ratos en que comparte el espacio con su nieto de cuatro años, al que engancha con las arcillas y las formas más sencillas, ella aporta lo que le queda dentro, que es mucho por lo que se observa alrededor.
Ha entrado en uno de esos momentos en los que su único objetivo es que su técnica se transmita, sus conocimientos no se pierdan. “Que si una de mis alumnas se lleva aprendido el descubrimiento de un engobe mío, lo use para que, a partir de ahí, siga investigando. Me encanta”. Está en uno de esos momentos en los que si una de ellas hace una exposición y triunfa, ella lo cuenta a diestro y siniestro, orgullosa.
Y orgullosa de cada una de sus piezas, porque cada vez que tiene que desprenderse de alguna -no todas se venden-, es feliz por generosa, pero sabe que un trocito de ella, un momento o varios, se van en manos de ese desconocido que acaba de descubrirla. Será un suertudo.
“También tengo amigas que aún me dicen que por qué sigo con esto, si en los chinos cuesta tan barato”, cuenta mientras se encoge de hombros. “¿Qué le vamos a hacer? Si piensa que es lo mismo… allá ella”, murmura con la tristeza que alguien transmite cuando sabe que una amiga pierde el placer de apreciar la auténtica belleza.
Ángela Palacios ha expuesto individual y colectivamente en la Sala J.M.D. Caneja del Centro Cultural de Las Rozas (Madrid); en la Georgia State University, Atlanta (EE.UU.);en The Callanwolde Fine Arts Center, Atlanta (EE.UU.); en la Sala Maruja Mallo en el Centro Cultural de Las Rozas (Madrid), o en el XVI Certamen Nacional de Cerámica de Caja Madrid, además de haber sido seleccionada con sus obras en importantes certámenes de cerámica. Y eso a pesar de que se mueve fuera de los circuitos comercializadores. Hay que buscarla para descubrirla.
CONTACTO: Para ver, tocar y adquirir su obra hay que escribirla a mau4848@hotmail.com.