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En el ibón de Baños, en Panticosa, un grupo de cinco amigos del club de buceo Zuera Sub está a punto de comenzar una inmersión a 1.635 metros de altitud. Para llegar hasta ellos hay que cruzar el lago congelado. Casi de puntillas y con cierto respeto comprobamos que la capa de hielo de más de 25 cm de grosor es capaz de soportar nuestro peso.
A pesar de llevar buceando desde hace más de 15 años por medio mundo y ser nivel avanzado de PADI, este buceo es completamente diferente al que se realiza en mar abierto. Es un buceo bajo techo, donde por lo general solo hay una entrada y una salida muy angosta y resulta difícil orientarse. Además, las condiciones extremas de frío pueden hacer que tanto los equipos técnicos como la persona colapse y sea necesario hacer un rescate en pocos segundos.
La legislación en España permite que las personas que tengan un curso avanzado de buceo (2 estrellas) puedan practicar esta especialidad, realizando un curso de formación adecuado con cualquier asociación que las imparte SSI, PADI, CMAS, etc., ya que el buceo bajo hielo requiere un material y unos requisitos de seguridad muy particulares que solo se adquieren con la formación adecuada. También se recomienda haber hecho el curso de traje seco.
Para empezar la inmersión es necesario supervisar la profundidad de la banquisa antes de abrir el agujero en el hielo con una motosierra para poder entrar al agua. "Este procedimiento es de por si delicado ya que estamos con una motosierra en una superficie muy resbaladiza y hay que extremar las precauciones", advierte Juan Carlos Oliete, del club de buceo Zuera Sub, mientras traza un triángulo de unos dos metros de diámetro.
"Es un deporte que está basado en muchos protocolos, sobre todo de seguridad, y tienen que ser siempre los mismos; por si hay un problema, poder reaccionar los más rápido y más conscientemente posible. Cuanto más automatizado está todo, mejor se responde en una situación de estrés", comenta Juan Carlos. Tanto él como sus compañeros son expertos buceadores que han querido dar un paso más en esta actividad y se han enganchado a esta especialidad. Desde hace casi 10 años, todos los inviernos se dan cita en diferentes ibones porque "es lo que más cerca nos queda de casa para practicar buceo", añade antes de empezar la inmersión.
Se hacen turnos: mientras dos buceadores se sumergen, dos compañeros esperan fuera para asegurarles. Juan Carlos sujeta un cabo con firmeza, es la cuerda con la que van atados los que están bajo el agua. Esta "línea de vida" les sirve, además, para comunicarse entre ellos y saber que están bien en todo momento. Un tirón a la cuerda desde arriba es la pregunta de si va todo bien; otro tirón desde las profundidades es la respuesta de que todo está en orden.
Desde abajo es todo un espectáculo ver las burbujas de aire subiendo hasta chocar con la gruesa capa de hielo. "Eso y ver los diferentes cambios de color que se producen en el exterior a través de la banquisa", comenta Juan Carlos. "En esta ocasión vamos a ver una escafandra que está en mitad del lago, la visibilidad depende del día pero puede llegar hasta los 10 metros. En este lugar suele haber muy buenas condiciones pero hay días en los que la visibilidad es nula, sobre todo si han entrado antes muchos buceadores que han movido el fondo", añade José Polo, socio del club de buceo.
A pesar de que los buceadores llevan trajes secos que no permiten pasar el agua al interior no estarán sumergidos más de 10 o 15 minutos. Las manos y la cara, al estar solo protegidas por guantes y una mascara de neopreno, corren el riesgo de entumecerse. A la hora de salir a la superficie, ayudan en caso necesario desde afuera tirando del cabo.
Las frías temperaturas no consiguen borrar la cara de felicidad después de esta experiencia. "Aunque lo peor es salir del agua, ahí es cuando más frío se pasa", admite Javier García antes de salir de agua. Pura adrenalina apta para valientes.