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El puerto de la sal
Cuando echamos a andar por Santa Pola, enseguida nos damos cuenta de lo fácil que es moverse por la localidad alicantina. Sus calles no son una maraña sin sentido, sino una explanada creciente en torno a sus dos puntos clave: el castillo-fortaleza y el puerto. Además de por la cercanía, estos dos lugares se ven unidos irremediablemente: la fortaleza, en el casco urbano, es la sede del Museo del Mar, donde podemos empezar a descubrir y entender la fuerte tradición marinera del que posiblemente sea uno de los puertos pesqueros con más arraigo de España.
Aunque los íberos fueron los primeros en levantar unas murallas de las que no quedan restos, los romanos incentivaron el puerto conocido como Portus Illicitanus, cuyas huellas resisten en las ruinas de una factoría de salazón, o los vistosos mosaicos de la Casa de El Palmeral. Es imprescindible caminar por ahí dentro para llegar a la plaza del Calvario y observar la bahía de Santa Pola desde las alturas. Desde ahí también veremos en la distancia las torres vigía, levantadas en la misma época que el castillo por los cristianos. Aún se pueden fotografiar dos de ellas: la de Escaletes y la de Tamarit, que vigilaba desde lo que hoy es el Parque Natural de las Salinas, de obligada visita.
No podremos marcharnos sin dejarnos seducir por el mar. Guiados por el olfato, iremos a buscar un restaurante o chiringuito cercano al Mercado de Abastos para degustar alguno de sus arroces con pescado fresco o salazones y tomaremos un barco para ir a conocer la reserva marina de la isla de Tabarca. Y cuando regresemos a casa, costará acostumbrarse a esa ausencia de la sal en todos nuestros sentidos.