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Imagínate un atardecer entre montañas infinitas, tumbada sobre la piedra caliente del borde de una piscina. La mano se mece pausadamente en el agua mientras, de fondo, el sonido constante y rítmico de una fuente rompe un silencio bañado por el sol crepuscular. Imagina que a todo ello se suma la eclosión olfativa de rosales, espliego y salvias silvestres. Puedes cerrar los ojos, o mantenerlos abiertos. Hagas lo que hagas, estás en el paraíso.
Porque eso es la ‘Torre del Visco’, un paraíso en la tierra, el lugar al que siempre habías querido ir sin ni siquiera saberlo. En esta masía del siglo XV -rehabilitada hace tres décadas- el tiempo se detiene y nos invade una sensación de plenitud absoluta. Pasear por sus jardines, rodear las 90 hectáreas de finca o, sencillamente, observar desde su terraza-mirador el ramoneo de sus caballos mientras tomamos una copa de vino de su bodega abierta es un placer infinito. Eso por no hablar de la armonía que nos invade sentados en un banco del jardín, ya entrada la noche, cuando nos envuelve un manto de estrellas. La Osa Mayor, aquí; Escorpio, allá... De hecho, gracias a su posición privilegiada, con vistas a un hermoso valle fluvial, la ‘Torre del Visco’ organiza periódicamente talleres de observación de estrellas con telescopio.
De estrellas de las otras, de las hoteleras, tiene unas cuantas. No importa el número, sin embargo, porque este establecimiento enclavado en el corazón del Matarraña juega a otra cosa. Ninguna de sus dieciséis habitaciones dispone de televisión. Sí hay, en cambio, una biblioteca con todo tipo de referencias literarias, desde manuales sobre la flora de Teruel, hasta novelas contemporáneas. En tiempos de consumo rápido, la ‘Torre del Visco’ nos invita al sosiego, a la pausa.
Este remanso de paz no se explica sin Jemma Markham y su marido, Piers Dutton, ya fallecido. Ambos tenían su vida en Madrid, donde trabajaban en una importante casa editorial, hasta que a principios de la década de los 90 decidieron darle un giro a su vida. “Nuestra idea inicial era comprar una finca para vivir y trabajar”. Mapa en mano, comenzaron a quemar gasolina. Buscaron primero por Tarragona, luego por Castellón y un día, casualmente, Jemma se topó con la belleza vetusta del castillo de Valderrobres, a un tiro de piedra de aquí. Aquella construcción le impresionó. Preguntó y alguien le habló de la ‘Torre del Visco’, una masía del siglo XV en medio del valle del río Tastavins a la cual se accedía tras atravesar una pista sin asfaltar de cinco kilómetros, en el término municipal de Fontdespatla. Si buscaban un sitio remoto, este era su lugar. Y así fue.
Hoy el refugio de Jemma i Piers mantiene su estructura, con la esbelta torre en un lugar privilegiado. A la construcción original se le han añadido espacios adyacentes, todo con un gusto exquisito. El conjunto, con sus diferentes niveles, se integra con naturalidad en este valle alejado de todo en el que revolotean golondrinas y rapaces. Las paredes de piedra cara vista y los detalles de inspiración mudéjar nos recuerdan que estamos en Teruel, una provincia que es un diamante en bruto.
Además de las dieciséis habitaciones, en su interior nos aguarda la biblioteca, diferentes salones con vistas al valle y una bodega con más de 100 referencias de vinos. Los nacionales y, también, una cada vez más nutrida selección de vinos de la tierra, para evidenciar la ebullición vitivinícola que se respira por estas latitudes. Encontraremos, además, una interesante selección de ginebras premium, whiskies de malta y armagnacs.
Aquí y allá se disponen obras de arte pertenecientes a la colección particular del matrimonio y también varios juegos de ajedrez. El conjunto resulta clásico, armónico, en ningún caso abigarrado. La familiaridad con qué todo está dispuesto nos recuerda que en la ‘Torre del Visco’, más que clientes, hay huéspedes. Y es así como una se siente. Clouseau y Aslan, las dos mascotas de Jemma -un inmenso mastín, el primero; un golden juguetón, el segundo-, recuerdan con sus paseos entre las mesas de la terraza que somos los invitados de esta británica que nos acoge en su particular edén.
Todo aquí exhala la sensibilidad de Jemma, muy especialmente los jardines, cuidados con mimo y esmero, salpicados aquí y allá por fuentes que nos evocan el lento fluir de la vida. Los 600 metros de altitud a los qué se encuentra el hotel ayudan a dar vida a este vergel, si bien este portento vegetal no se explica sin la mano humana. La sensación es la de encontrarnos en un cottage garden de grandes dimensiones, donde árboles frutales y plantas ornamentales se suceden. Hay ciruelos, peonias, salvias decorativas, lavanda… si bien son las rosas las que señorean de forma más prominente. Hasta cincuenta especies diferentes hay dispersas por todo el jardín, muchas de ellas traídas desde el mismo Reino Unido.
Igualmente significativa es la presencia de olivos. Un campo entero, de hecho, cuyo perímetro podemos recorrer a través de la ruta habilitada para conocer mejor este lugar. Si la seguimos descubriremos también los huertos ecológicos que nutren la cocina que comanda el joven chef Rubén Catalán. Antes de recalar en la ‘Torre del Visco’, Catalán formó parte de los equipos de Pedro Subijana (‘Akelarre’, 3 Soles Guía Repsol) y Paco Roncero (‘Paco Roncero Restaurante’, 3 Soles Guía Repsol), entre otros.
Hace cuatro años surgió la posibilidad de ponerse al mando de los fogones del hotel y Catalán no lo dudó. La filosofía de la autenticidad y del sosiego que había imprimido el matrimonio Dutton Markham al lugar era la que él quería aplicar a su cocina. Fue una simbiosis perfecta. La existencia de los huertos ecológicos le ha permitido a Catalán aplicar a rajatabla el principio de kilómetro cero. Obviamente, desde hace algunos años forman parte de la red Slow Food International.
No es que los productos sean de proximidad, sino que provienen directamente de los huertos y el invernadero de la finca, dando por buena la muletilla “del campo a la mesa”. Huelga decir que el aceite procede de los olivos. Y si bien no tiene producción cárnica propia, se preocupan por conseguir que toda la materia prima sea ecológica. De hecho, el propio Catalán ha sido el artífice de que Slow Food acabe de incluir en el Arca del Gusto -catálogo de productos que pertenecen a la cultura y a las tradiciones de todo el mundo que están en peligro de extinción- la oveja maellana.
En todo caso, si una cosa sorprende en la gastronomía de la ‘Torre del Visco’ es que no dispone de una carta previa. Cada día los comensales tienen a su alcance varias opciones diferentes que han sido diseñadas por Catalán en función de los productos que da la tierra. “Antes el huerto era un apoyo. Ahora es la base de nuestra cocina. Y no, no tenemos una carta, no queremos cosas fijas. Queremos productos frescos del día”, explica.
La capacidad que tiene este chef y su equipo de jugar con los alimentos de temporada es infinita. Tartar de remolacha con crema de almendras tiernas; maíz dulce en texturas; brotes tiernos de acedera con sardina ahumada y caldo agripicante de jamón; gazpacho de lechuga y pepino limón, etcétera. Sumergirse en la cocina de Catalán es un placer para los sentidos. Los sabores explotan en el paladar y el mimo del equipo se deja sentir en cada bocado. Aquí la técnica está al servicio de la materia primera.
Y si bien cada día hay una oferta diferente, hay algo que se repite. A primera vista podría parecer un pan de cereales para untar con mantequilla, pero es algo mucho más refinado. Se trata de un pan de romero casero -excelente- con una quenelle de aceite de oliva, que adquiere la apariencia de mantequilla al texturizar el aceite en frío. Si hay un pero que poner es la casi inevitable tentación de zampárselo entero antes de pasar a los entrantes.
En nuestro caso, el día de la visita optamos por el producto de temporada por excelencia en el mes de julio: una calabaza botonera -dispuesta en dados- acompañada de pera y una vinagreta de semillas de cilantro y yogur quemado, un plato que combinaba texturas diferentes y que nos sumergía en los huertos y campos de la ‘Torre del Visco’. Un entrante a primera vista sencillo, pero que no podría materializarse ni adquirir todo su potencial sin la calidad de los productos de proximidad que aquí se cultivan.
Si el entrante sirve para abrir boca, el plato principal demuestra hasta qué punto la calidad marca la diferencia. Se trata de una ternera ecológica de trashumancia, esto es, de animales que siguen haciendo el recorrido desde las montañas de Teruel a la costa valenciana, dependiendo de la época del año. No es que resulte tierna, sino que sencillamente se deshace en la boca para deleite del comensal. Para cerrar, optamos por una pannacotta de almendra con mermelada de naranja y calabacín, un postre más ligero de lo que podría parecer que nos recuerda que, a pesar de la riqueza fluvial de la zona, estamos en tierra de secano.
En todo caso, quien se hospede una noche en este hotel ha de saber que el día después le esperará un desayuno en el que no faltan mermeladas caseras -¡atención a la de limón!-, infusiones de hoja suelta, bizcocho casero del día, miel milflores del pueblo, yogur de leche de oveja del Valle de Cinca, queso semicurado de la Fresneda y embutidos del Matarraña. No es casual que fuera elegido como uno de los mejores desayunos gourmet de España. La guinda del pastel es comerlo en su espectacular terraza o, cuando las condiciones sanitarias lo permitan, en la misma cocina del hotel.
Sea como fuere, no cabe duda que esta primera comida nos proveerá de la energía suficiente para visitar los múltiples atractivos turísticos del Matarraña. Sin embargo, puede ocurrir que, imbuido de la tranquilidad que se respira en esta antigua masía, prefieras relajarte y perder la mirada en el horizonte, recuperando las fuerzas y el bienestar que nos roba el trasiego de la vida diaria. Son muchos los huéspedes, también extranjeros, que repiten experiencia cada año. No resulta extraño porque la ‘Torre del Visco’ es, al fin y al cabo, un oasis de paz.