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Edorta Lamo, cocinero evadido de las Bellas Artes y el teatro, siempre ha llamado la atención con su singular y atractiva visión de la gastronomía. El 6 del 6 del 6 (6 de junio de 2006), con solo 26 años, puso en marcha en Donosti 'A Fuego Negro', un despacho de pintxos de autor donde sus imaginativos bocados armonizan con la música negra y otras expresiones culturales, llamemos, alternativas. El paso de los años no ha mitigado aparentemente el afán provocador de nuestro protagonista, pues con 39 primaveras, el pasado 20 de diciembre de 2018, abrió por fin las puertas de 'Arrea!', un restaurante donde reivindica la cocina de montaña y el encanto del furtivismo. ¿Qué mejor sitio que Santa Cruz de Campezo, capital de la montaña alavesa?
La ubicación no es casual, pues supone el regreso de Lamo al lugar que le vio crecer, a las calles y montes donde hizo sus primeras trastadas. Tenía una deuda consigo mismo, tras vivir en Vitoria, Nueva Jersey, Granada y Donosti, y el nacimiento de su segundo hijo ha sido el detonante para abrazar nuevamente sus raíces. "Campezo es mi tierra y la tierra que ha definido mi carácter, donde más reconozco la cultura y la gente. A nivel personal ya es el momento de volver al pueblo, pues tengo dos chiquillos y quiero que crezcan en un entorno más rural, más libre y más de comunidad. Lo necesitaba", confiesa. "He sido muy urbanita, en mi última época en Campezo no le hacía ni caso al monte, lo que quería era hacer un gaztetxe, me dedicaba a pinchar música, estaba mirando todo el rato fuera. Pero me ha llegado la madurez, la vejez o el sentido común a los 39 años", sentencia el cocinero.
Lo emocional pesa en consecuencia tanto como lo racional en 'Arrea!', un despacho de comida y bebida a cuyos potenciales empleados se les aconseja ver Tasio (1984), la película de Montxo Armendáriz, antes de acudir a la primera entrevista de trabajo. Esa historia sobre el carbonero y cazador Anastasio Ochoa fue prácticamente la única 'documentación' y testimonio que Edorta encontró cuando se quiso informar sobre sus raíces, sobre un furtivismo que fue vital en la supervivencia de la zona y sobre los propios furtivos, llamados eufemísticamente "trabajadores del monte". "En Tasio parece que va a pasar todo el rato algo y no pasa nada; así era la vida aquí, día a día se luchaba para que no cayese la gente. Era una vida muy castigada, muy triste", rememora.
'Arrea!' es el primer negocio de hostelería que se establece en La casa del Cambra, un edificio que en el pasado albergó teléfonos públicos, una fábrica de lejía, una cooperativa que hacía ropa para militares… Su fachada es muy particular, pues en distintas alturas muestra la llamada "piedra del pobre", el encalado de las casas "de pueblo de toda la vida", y madera quemada que "remite a esas carboneras cercanas y al trabajo que había en la montaña". Ya dentro, la oferta gastronómica se reparte en tres espacios: barra, cuadra y comedor.
Lo primero que encuentra el cliente es una moderna "barra de pueblo" desde la cual se observan perfectamente las evoluciones del personal de una cocina vista que abastece todos los rincones. Allí, acodado en el mostrador, se puede echar un trago y comer pequeños bocadillos, tortillas, quesos, embutidos y productos que rescatan de las brasas. Ya en la cuadra, cuyo descuidado techo de yeso y madera dicen que recuerda al mismísimo 'Noma' de René Redzepi, se distribuyen mesas altas para disfrutar el menú y el puchero del día, que puede ser crema de espinacas o de porrupatata con calabaza asada, puerro y mantequilla negra; patatas con níscalos; alubias con callos de cordero…
La última estancia, el comedor más formal y un tanto ruidoso cuando está repleto, se reserva a un menú más extenso (Mendialdia) y a la joya de esta corona, Arrea!, un menú conceptual cuya composición se explica al comensal con una libreta que simula las anotaciones de alguien que va a la montaña con su caña, su escopeta o su cesta. De esos pescadores, cazadores y recolectores clandestinos que ayudaban a conservar el monte, su flora y su fauna, con un comportamiento comedido y un cuidado sintetizados en el diálogo de Tasio impreso en la misma agenda:
Ignacio: Está espiazando to’los nidos.
Tasio: Pa que t’enteres, nunca cojo más que la mitá de las crías.
Padre: Como debe ser, que cojelas todas no está ni medio bien.
Tasio: Ya sé…
Padre: Que una cosa es cazar y otra espiazar los nidos, Y nunca cojáis más de lo que’s bien, que así siempre habrá caza.
La música del lugar no deja indiferente. Suena jazz, dub y folk en clave hipnótica, sonidos crudos y piezas seleccionadas por el chef y dj por su capacidad para evocar la soledad de la montaña. Mecido por ella, el cliente observa una carta de vinos suficientemente variada, escoge entre pan ecológico de Azazeta (masa madre, maíz, integral con trigo alavés…) y contempla al servicio de sala acercar la primera tanda de aperitivos del menú Arrea!.
Se trata de una vertiente más pasional, cuidada y atrevida de su cocina actual que se centra en los productos fetiches de la montaña y el furtivismo: trucha, perdiz, trufa, jabalí, paloma… Y los acompaña con muchos frutos autóctonos. "Una de las suertes de haber sido una zona obviada por las instituciones es que tenemos los montes menos intervenidos y, por tanto, es la zona que más frutos autóctonos tiene de toda Euskal Herria", revela Edorta Lamo. No hay mal que por bien no venga.
La referida fórmula se abre con una golosa y sabrosa gilda, clásica banderilla vasca, de tentador aspecto, donde el lomo de anchoa es sustituido por solomillo de paloma semicurado, ahumado y conservado en aceite. El resto de ingredientes son los habituales en ese pincho que el propio cocinero lleva tatuado en su brazo derecho, oliva y guindillas, y la acidez continúa presente en la hoja de lechuga Martina (lechuga de invierno rebautizada hace 20 años cuando, a punto de desaparecer, una anciana de Ozaeta llamada Martina resultó ser la única persona que conservaba semillas en su huerta). Esta lechuga es aliñada con tapaculos (aka escaramujo), fruto astringente que entre la piel y las semillas tiene una especie de mermelada rica en vitamina C, aliño idóneo para una ensalada mezclada con aceite.
El primer asalto se cierra con un surtido de embutidos donde conviven jamón de jabalina, chorizo de corzo, salchichón de ciervo, especiado pastrami de jabalí elaborado con su panza, y pechuga de paloma curada. Ahora que cuentan con un matadero en Murieta, ha aumentado su conocimiento de cada especie y su despiece. Así, saben que para hacer jamón es mejor la jabalina, porque produce más grasa; y si ha partido de la ribera y ha pasado por el cereal antes de llegar a la montaña, mucho mejor, porque eso significa que se ha alimentado muy bien y ha permanecido escondida, ha estado nerviosa y su producción de grasa es mucho mayor. "Así conseguimos hacer un jamón y no una cecina", celebra Edorta Lamo, que mientras cocina contempla el monte Costalera.
Su universo particular ya ha empezado a rodar y la siguiente expresión de creatividad es la minúscula malviz o zorzal con agraces fermentados. Un plato evocador que retrotrae a juegos infantiles, a tardes de plaza y lluvia, cuando los mozos ponían en los charcos liga extraída de la corteza del acebo para cazar txantxangorris (petirrojos), mosquiteros y más pajaritos. La grosella salvaje, que conviene recolectar entre San Fermín y Santiago, entre el 7 y el 25 de julio, aporta esa acidez que tan bien casa con la caza. El plato y el tenedor de madera de boj, anunciada como otro elemento furtivo, evidencian la conexión del proyecto con la artesanía.
El cordero no puede faltar en la mesa, aunque sea de modo imprevisible, pues siempre ha estado muy presente en esta área. Los grissinis de la casa son un guiño al patorrillo, receta tradicional que envuelve la patita del cordero en su intestino delgado antes de guisarlo junto a cabeza, callos y más interiores. En este caso el intestino se tuesta enroscado sobre sí mismo buscando una similitud con el grissini italiano, los bastones de pan, y que el resultado se unte en crema de pimiento choricero, tan presente en el recetario local.
El capítulo ovino se completa con Fuá de sesos: sápido y agradable untable que simula la forma del cerebro en una mezcla de foie y seso de cordero, al 50 %. La combinación se presenta cubierta de una película de patxaran, escoltada por aranes (frutos del endrino) fermentados, extendida con pala de boj y envuelta en un interrogante: ¿Por qué, teniendo el foie y el seso propiedades organolépticas en común, uno es tan aclamado en el mercado gastronómico y el otro tan obviado?
La trucha se presenta en dos preparaciones. Por un lado tartar de trucha asalmonada del pantano de Yesa, de ejemplares que pueden llegar a pesar cuatro kilos, aliñado con un pilpil de río a base de espirulina, perlas de ajopuerro (localizables en sus primeras capas y en sus raíces), y flor de sauco encurtida. En otro plato, una versión reducida de trucha a la navarra a partir de un alevín de la piscifactoría de Campezo, frito y tocado con mahonesa de jamón y pechuga de paloma, que hace las veces de esa loncha de jamón que cobija el pescado abierto tipo libro. Sabrosa hasta lo adictivo y divertido el hecho de poder comer todo el pez de dos bocados, incluidos espina y cabeza.
La perdiz, por su parte, llega en tres recetas a este menú que pretende "homenajear una cocina de supervivencia con una gastronomía de placer": pata con sutil escabeche, rica pechuga con mini vegetales (cebolla, puerro, zanahoria, rábano) recogidos en la vega del río Ega, que sigue su curso hasta Tierra Estella, y un paté bien bravo que desprende la rusticidad que quizá se echa en falta en otras preparaciones más sofisticadas, más refinadas.
La huerta permite tener en invierno cardo, borraja o alcachofa, pero lo que más se ha consumido en Campezo ha sido berza y coliflor. Precisamente esta última se reivindica en un pequeño cuenco donde pura reducción de caldo de coliflor (obteniendo una salsa marrón con recuerdos a soja, caramelo o café) sirve de base a una crema de coliflor sobre la cual se posan láminas de tuber melanosporum (trufa negra).
En otro plato media patata (icono de la gastronomía alavesa que tanto hambre ha quitado) trufada cobija en su interior huevo de codorniz. El tubérculo se cuece sin hervor, para que no se rompa, y cuando está templado, que no frío, se vacía con una cucharilla hasta conseguir dejar la piel con una capita fina de pulpa. De lo contrario no resultaría crujiente esta versión del viejo truco del rock and roll, la infalible combinación de huevo y patata.
El cuaderno de campo recuerda que "la paloma en Campezo siempre se ha cazado con señal y nunca a vuelo". Así han capturado tradicionalmente un pájaro que 'Arrea!' presenta de otras dos formas: la rillette incorpora el propio jugo del ave reducido y berrubiote, fruto del madroño, todo ello tocado con hoja de espinaca y cristal de este fruto. Mientras, la efímera castaña, abundante en la zona y destinada históricamente al autoconsumo de las familias, está rellena de puré de paloma y se posa sobre una hoja de acedera colocada, a su vez, sobre la tapa de un recipiente que contiene consomé puro de paloma.
El jabalí, símbolo y broche final
El jabalí, que gusta de encinares y macizos forestales, es feliz es Campezo y de él se aprovecha casi todo. Corazón choricero es el nombre que se otorga a una preparación inspirada en los anticuchos peruanos; el corazón del jabalí se marina en pimiento choricero y vinagre, se cocina a la brasa, se ensarta en una fina costilla del puerco salvaje y se decora con flores de falso choricero y de rabaniza, de la familia de la mostaza.
La traca final es el jarrete de jabalí, que se cocina a baja temperatura durante 48 horas con verduras tostadas y liquen de los árboles, que pretende sumar matices de bosque, de humedad, de setas, de tierra. La guarnición consiste en autóctona manzana moceta nixtamalizada sobre pilpil de setas, cantharellus y hoja de ombligo de Venus, carnosa y fácil de encontrar. Con este plato saciante la casa se asegura de que nadie la abandona con apetito.
"Es un guiño al concepto de pueblo. Nos parecía que un menú gastronómico en torno a la cultura furtiva o de montaña debía terminar con una sobrada, como cuando en los pueblos te dejan el puchero en la mesa; vamos a mantener la figura y el estilo en todo el menú, pero el final tiene que ser apoteósico", desvela Lamo.
El capítulo de postres no desentona y persiste en la continua alabanza a la cultura propia, el producto local y la memoria. Primero llega la pera de invierno, más firme y grande (puede llegar a pesar 700 gramos), pues no madura tanto como otras; acompañada de una crema de leche de almendras con orujo, crema de albaricoque y zurracapote a base de reducciones de remolacha, vino y jabalí. El segundo pase dulce es un tributo a la merienda que le preparaba su abuela a Edorta; mermelada de aranes fermentados, piel de leche y panal de abeja de Mendialdea, unidos para ofrecer contrastes de acidez, dulzor y textura.
"Hasta los 12 años cogía la leche en la casa de Albina, que está enfrente del Cambra. Mi abuela me mandaba aquí desde 'La Cepa' (primer bar de Campezo, abierto precisamente por sus abuelos). Ibas con la lechera, llamabas a la Albina y ella bajaba; en la cuadra tenía unas vacas, las ordeñaba y te ibas con tu leche. A veces te liabas a jugar con los colegas en la plaza, se caía la lechera y la liabas por la bronca que te caía... Mi abuela ponía la leche a hervir sobre la chapa de la cocina y cuando salía toda esa nataza la cogía, la ponía sobre pan, le echaba azúcar granillo y nos obligaba a comerlo. Yo con eso he tenido pesadillas, porque si no lo comías hoy lo hacías obligado a la tarde o si no mañana". Conociendo la historia, sabe incluso mejor este bocado de recuerdos y emociones.
A estas alturas solo quedan las pastikas o petit fours: Gazta Zaharra (queso fermentado) producido en Eulate por Ricardo Remiro y un níspero de la montaña sobremadurado que recuerda al membrillo; polvorón de bellota elaborado con harina de bellota y turrón de postguerra, una guinda en tiempo de hambruna a base de miga de pan, nueces, anís y azúcar que remite más bien a un mazapán.
Con tan amplia propuesta gastronómica, en cualquiera de sus versiones, uno puede acometer con garantías las aventuras y opciones de ocio que ofrecen el Valle de Campezo y la Sierra de Codés. La capital de la montaña alavesa está a un paso de Navarra y es punto de destino de cuantos quieran escalar la peña del Convento de Piérola o patear rutas como el Camino Ignaciano y la Vía Verde del Ferrocarril Vasco Navarro. El pueblo también acoge importantes competiciones de trekking y mountain bike, y no faltan en Fresnedo piscinas fluviales.
Edorta Lamo es feliz en Campezo, su patria (¿fue Baudelaire quien dijo aquello de "Mi patria es mi infancia"?), pero no reniega de Donosti, la ciudad asomada al mar que en la profesión le ha dado visibilidad, prestigio y sustento: "Para nada, siempre digo que mi pueblo es Campezo y mi ciudad es Donosti. Ahí llegué hecho un pipiolo, me permitió abrir un concepto muy arriesgado que no hubiera funcionado en la mayoría de las ciudades de la península ibérica, y me ha enseñado a cocinar, lo que es la gastronomía, la cultura gastronómica, el producto…", repasa agradecido su paso por una de las capitales gastronómicas del país.
Pero es en la historia de su tierra donde bucea este cocinero en su segundo salto. Lamo cree saber el motivo del olvido, la razón por la cual se ha ocultado durante años una cultura del furtivismo que ha salvado no pocas vidas. "Entonces se recurría al monte para llevar algo a la cazuela, y ha sido el modo en que la población de aquí logró sobrevivir a la Guerra Civil y a la posguerra. En los años 60 los hijos de estos furtivos empiezan a emigrar a la industria, a Bilbao, a Vitoria, a Bergara y a Mondragón, y de toda esta historia que arrastraban no decían nada", explica, plantenado que eran años de progreso y no había nada más vergonzoso y más humillante que decir que tu padre es un medio delincuente que se pasa las noches en el monte. "En esa década se tapa esta cultura y entramos en una crisis identitaria; ni siquiera la gente de aquí sabemos de dónde venimos y por qué somos así", asevera Lamo.
Situar el foco en la cuestión es su manera de contribuir a que Campezo vuelva a ser el centro de la montaña alavesa. Si engarza su cocina con una idea romántica de furtivismo es para ello y por abrazar sus raíces. Los llenos diarios de su comedor indican que el objetivo es factible, aunque no se desprenda de unos miedos que juzga necesarios. "Tengo muchos, pero tenerlos es superpositivo. A una semana de abrir, cuando ya estás con los pies en el precipicio, le dije a Aitor Arregui ('Elkano', en Getaria) que estaba acojonado. Y él, que todo lo lleva siempre al terreno del fútbol (jugó en el Villarreal), me dijo 'acojonado nunca. Tú te estás atando las botas en el vestuario y vas a jugar contra el Barcelona, como estés acojonado, 0-5, Edorta. Los pies en la tierra, sí, pero tú vas a ganar.' Entonces, tengo miedos pero no estoy acojonado", cuenta.
"En base a eso, la aceptación que ha habido estos primeros días y la afluencia de gente de fuera, nos han aportado un grado de tranquilidad, pero los miedos hay que tenerlos presentes, porque queda muchísimo que pagar", reconoce un emprendedor que en cuanto pueda ofrecerá alojamiento en las plantas superiores.