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Escondido entre las estrechas callejuelas de la parte antigua de Palma se encuentra el 'Merendero Minyones' que, como dice su letrero, lleva haciendo bocadillos desde 1948. El bar es tan pequeño que apenas cabe una barra y las mesas están en la calle, en este caso peatonal. Las vías sin coches tienen vocación de relaciones públicas. Presentan a los transeúntes que se paran a conversar, charlan y acaban haciendo un corrillo en ese microcosmos de edificios con persianas mallorquinas y plantas en las ventanas.
En este lugar sin pretensiones, con el único afán de matar el hambre del que dispone de poco tiempo y dinero, se puede saborear el mejor 'pa amb oli' del 2020, según el concurso que cada año premia al fast food mallorquín. El de 'Minyones' se hizo el pasado febrero con el mayor galardón del II Campionet del Món del Pa Amb Oli, gracias a su modalidad conocida como La Payesita, que consiste en pan moreno, buen aceite de oliva, paté de hígado de cerdo de la casa Blanco, de Felanitx, queso mahonés, cabello de ángel, almendras tostadas de Binisalem y naranja deshidratada de Sóller.
Su dueño, el argentino Juan Pablo Quikuen, que cogió el traspaso del bar el pasado febrero, lucha por mantener el negocio a flote. Su hoja de ruta consiste en comida elaborada con buenos productos, servicio de take away y cordialidad a raudales. Además, los fines de semana vienen músicos callejeros que tocan y luego pasan la gorra.
"Nuestra especialidad son los pa amb olis", cuenta Quikuen. "Aunque no tenemos una carta fija y nos adaptamos al gusto y preferencias del consumidor. Pero también tenemos llonguets (bocadillo típico mallorquín elaborado con un pan especial) y tapas de tumbet (ensalada de la isla a base de berenjenas, patatas, pimientos y tomate), ensaladilla o tortilla".
Debido a la pandemia, los turistas son una especie en extinción en Mallorca, el Silicon Valley del turismo nacional; pero todavía quedan oficinistas, dueños de pequeñas tiendas, parados y algún que otro viajero que se acerca a este merendero, y que saborea un llonguet o un pa amb oli como si estuviera en un restaurante de cinco tenedores. Mejor aún, porque en las calles peatonales siempre se acaba conociendo a gente.
Los bares no son solo abrevaderos, lugares donde matar la sed, la soledad o el aburrimiento. O al menos no deberían. Para muchos son una prolongación de su casa, su estilo o su forma de entender el mundo; por eso se elige uno entre un gran abanico de posibilidades. "En Estados Unidos son como la ropa y a la gente no le gusta frecuentar un bar que vista distinto a como uno lo hace", cuenta Sergi Vicente, dueño de 'Clandestino', una pequeña coctelería en la parte antigua de Palma, muy cerca de la catedral.
Sergi vivió en EE. UU. y le gusta lo vintage, por eso, cuando planeó abrir un bar, decidió que este tenía que ser como esos locales clandestinos de la Ley Seca. Oscuro, pequeño y lleno de objetos que recordaran esa época, como cuadros de Al Capone, metralletas, botellas, utensilios de coctelería antiguos, radios de sus abuelos y muchas cosas más.
'Clandestino', con cuatro años de vida, nació de un viejo garaje destartalado, en el bajo de un antiguo edificio donde se ubicaba la rectoría de la iglesia de San Jaume, que está al lado. Hubo que restaurar el lugar, reformar suelos y techos, y abrir ventanas a la calle. La sorpresa que se llevó Sergi es que había una escalera que conducía a un sótano con una estancia que comunicaba con otros pasillos. Túneles, quién sabe si para escapar de los ataques piratas que antiguamente asolaban las Baleares o con otros fines. "La habitación, muy reducida, la acondicionamos como un salón privado donde también llegaba la música del bar", cuenta Sergi, "pero eso era antes de la Covid. De momento, el salón está clausurado".
Aquí se viene a beber cócteles que prepara personalmente Vicente, quien también trabajó en Barcelona para '41º', de Albert Adrià. Solo primeras marcas y copas de cristal especiales para que el hielo se derrita más lentamente. Dos pistas que dan ya una idea del grado de exigencia de la casa. La carta cuenta con clásicos e invenciones propias del lugar como Thelma & Louise (ginebra Tanqueray, aperol, Lillet Blanc, lima y jengibre), Machine Gun (Bulleit bourbon, café, limón y vainilla, ginger ale y perfume de humo) o Flapper Sour (vodka Ketel One, kumquat, limón, jengibre, flor de sauco y rosas). La música, a tono con el decorado, es otra de sus virtudes. Los gánster y bebedores norteamericanos de los años 20 hubieran adorado este local y su túnel, muy útil para escapar de las redadas policiales, tan típicas de la Ley Seca.
Abundan los sitios que nos defraudan y que son más duchos en el marketing que en el cumplimiento de todas sus promesas. Sin embargo, 'Cuevas de Génova' es un lugar que nos sorprende justo por lo contrario, ya que la realidad supera con creces las expectativas. El barrio de Génova, en Palma, parece más un pueblo que una barriada y rezuma un cierto aire sesentero. Allí vivieron algunos de los actores de Hollywood que conocieron Mallorca en los años 50 y 60, como George Sanders, y allí viven también muchos extranjeros que se han retirado a esta isla para acabar sus días.
Se recomienda empezar por la visita a las cuevas, antes de la comida, no vaya a ser que el vino nos desequilibre y resbalemos en el húmedo suelo. La isla de Mallorca, asentada sobre roca caliza, contiene numerosos túneles entre los que destacan las Cuevas del Drach, con un lago y todo, que sirvieron de escenario en la película El Verdugo (1964) de Luis García Berlanga.
Capitán Feliz, como así se hace llamar, lleva cuatro años enseñando la cueva con el entusiasmo que le caracteriza. Según cuenta, "se descubrió en 1906, por accidente, cuando se intentaba perforar un pozo. Más tarde, una actriz norteamericana que vivía en la zona y que fue mujer de Rodolfo Valentino, se decidió a explotarla para el turismo". El subterráneo es bastante grande, con un recorrido de un kilómetro y 36 metros de profundidad, con diferentes túneles, pasillos y sus obligadas estalactitas y estalagmitas compitiendo a la hora de crear formas conocidas. Hay un conjunto que se asemeja a la Sagrada Familia y una pequeña forma colgante que recuerda al Cristo de Dalí.
De vuelta al espacio exterior, la carta de esta pequeña casa de comidas, como la denomina su dueño, Alfonso Robledo, es sencilla pero deliciosa. "Estamos en esa nueva tendencia de la restauración que consiste en volver a la cocina de producto y ceñirse al sabor auténtico de lo que estamos comiendo", cuenta Robledo que es, además, presidente de la Asociación Mallorquina de Bares, Cafeterías y Restaurantes.
El arroz meloso de sepia, el cerdo gallego criado con castañas, el pollo de corral, el rabo de toro, las chuletas de conejo, el arroz brut de montaña, los caracoles, las deliciosas croquetas o el cardo forman parte de la carta de este restaurante, más de carne que de pescado, al que llegan pocos turistas. "Nuestros clientes son, básicamente, residentes y vienen más en invierno que en verano", reconoce Robledo.
El comedor contiene una chimenea para calentar los húmedos días de frío y el lugar recuerda a una antigua casa mallorquina, provista de una aristocrática sencillez. Las temporadas de calçot y de alcachofa son celebradas en este restaurante, que es como esas citas de Tinder en las que no se espera mucho pero acaban con un match.
El precio de un café o un bocadillo en la cafetería 'Transilvania' incluye la entrada gratis a un mundo tenebroso. Un museo del terror formado por figuras de monstruos o protagonistas de las películas que nos han quitado el sueño. Frankenstein, Freddy Krueger, la niña de El Exorcista, Pennywise o Annabelle, son algunos de los personajes que pueden mirarte fijamente mientras bebes tu cerveza. Están por todas partes y no te librarás de ellos ni en el baño.
El universo 'Transilvania', con un decorado a tono, es un túnel del terror que regentan Antonio Pérez y Armando, entusiastas a más no poder de esa sensación que eriza el vello y acelera el corazón. "Empezamos creando maquillajes, cosa que aprendimos mediante tutoriales de Youtube. Y salíamos por la calle a pasear disfrazados. Recuerdo un día, próximo a Halloween, que tardamos varias horas en recorrer un trayecto de 20 minutos, porque la gente se paraba para preguntarnos cosas y felicitarnos", cuenta Pérez.
A base de colgar fotos en las redes sociales, los medios de comunicación de la isla empezaron a prestarles atención y a entrevistarlos. Luego participaron como maquilladores en una obra en el Trui Teatre y más tarde empezaron a hacer piezas de personajes que acabaron en un Museo del Terror, que abrió sus puertas en el centro de Palma. "Yo estudié diseño y fabricación de muebles y Armando es protésico dental, con lo que entiende de resinas, siliconas y silicatos. Formábamos la pareja perfecta y empezamos a hacer las figuras".
El museo se cerró y en el 2016 abrieron esta cafetería, que decoraron con sus fantasmagóricas criaturas. "Cada personaje puede llevar varios meses de elaboración. Lo hacemos con sumo cuidado y los trajes los trabajamos con Rafael Pizarro, quien hace la indumentaria de los Reyes Magos en la Cabalgata de Palma y que es un gran reciclador. Me han ofrecido hasta 20.000 euros por una pieza, pero no las vendo. Son como mis hijos", asegura Pérez.
Antes de la Covid, 'Transilvania' representaba obras de teatro en su pequeño escenario, organizaba cumpleaños para niños y sus fiestas de Halloween salían en los periódicos locales. Cuando cae el sol los clientes empiezan a entrar en este universo. Adolescentes, grupos de universitarios, góticos; pero también señores jubilados del barrio. Según el dueño: "cuando la gente viene aquí entra en otro mundo y nosotros tratamos de que disfrute, forme parte de la familia 'Transilvania' y encuentre la paz y la serenidad en este universo de monstruos. Es posible".
Con una terraza que recuerda a los bistrós franceses, 'La Biblioteca de Babel' aúna dos de las grandes pasiones de su dueño, José Luis Martínez, los libros y el vino. Aunque si hubiera que quedarse solo con una, la elección hubiese relacado en la literatura.
"Ambos productos hacen un buen maridaje porque los dos van destinados a un público similar (es fácil que a los grandes lectores les guste el vino) y a la hora de hacer un regalo se complementan. Obsequiar solo con un libro queda algo cojo, pero si se añade una botella la cosa cambia, y viceversa", cuenta Martínez, afirmando que el vino es uno de los ingredientes básicos de la cultura occidental, junto con el aceite, el teatro, la literatura o la filosofía.
"Desgraciadamente, los libros no siempre constituyen un buen anzuelo por sí mismos; así que hay que ofrecer un valor añadido. En nuestro caso, la posibilidad de comprar un blanco o un tinto, tomarse una copa en nuestro bar, donde también servimos tablas de quesos o embutidos y, sobre todo, poder recomendar buenas lecturas. No creo que Amazon pueda ofrecer tanto", apunta José Luis.
Si el criterio para seleccionar los libros es el de una librería de humanidades (novela, poesía, narrativa, ensayo, filosofía, artes); el de hacerse con un vino es mucho más ecléctico. "En principio buscamos vinos que no sean muy caros y que tengan un punto de originalidad, un toque exótico, algo que los haga resaltar del resto. No podemos competir con una bodega. Aquí la gente no viene a llevarse cajas de botellas para las celebraciones navideñas, así que lo que tenemos que hacer es proponerle rarezas que no puedan encontrar en otros sitios", señala el dueño de 'La Biblioteca de Babel'.
Como cualquier librería moderna que se precie, acoge presentaciones de libros. Los cursos se hacen en una segunda tienda que José Luis tiene también en Palma, 'Alejandría Llibres' (Costa de Can Muntaner). Un experimento en el que se venden solo 1.000 libros, los que los dueños consideran de imprescindible lectura en la vida de cualquier mortal, y que están además en sus idiomas originales (excepto ruso o chino). "Allí hemos trasladado los cursos que hacemos; como talleres de latín o griego, escritura creativa, cursos sobre budismo o filosofía hindú, entre otros".
Tras una breve reflexión, el librero aconseja tres títulos con sus correspondientes vinos para leer este otoño. "Orient-Express, de Mauricio Wiesenthal (Acantilado). Un libro delicioso que rememora el tren de Europa, la forma de viajar de entonces y los personajes de aquel universo. Festivo y chispeante, que iría bien con cualquier champán o cava. Un pirata contra el capital, de Steven Johnson (Turner) es una ficción histórica con piratas y las primeras grandes empresas, que crearon luego el capitalismo, como la Compañía de las Indias Orientales. Un relato interesante y bien contado que, inmediatamente, relacionaría con un buen vino de Madeira. En Elogio de la fragilidad (Galaxia Gutenberg), Gustavo Martín Garzo reúne textos breves en los que habla de las obras y los creadores que le han fascinado y subraya la necesidad de la ficción, la imaginación y la fantasía en nuestras vidas. Para esta lectura necesitaríamos un vino suave pero con cuerpo, como un Ribera del Duero".
Si la recomendación de una buena lectura es un gran regalo; la de un vino que case con esas páginas es algo impagable. Y no crean que es lo mismo leer a Truman Capote a pelo que con un vino italiano, uno de Piamonte, como recomienda este librero. Para acabar añade que Dickens pide un oporto y Dostoievsky, a falta de vodka, quiere un vino fuerte, poderoso y con un toque áspero como, por ejemplo, un Borgoña.