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Allí que fuimos, un jueves, (si puedes ir entre semana mucho mejor) tres amigos, Pepe, Juanma y yo. Urbanitas de Valencia los tres. Uno de ellos, Juanma Artigot, lleva toda la vida veraneando en El Mareny (una zona de playa muy popular de esta parte de la costa valenciana) y este es un lugar especial para él: uno de esos espacios que los de la zona sienten como propios, de los que sacan pecho. Un lugar poco o nada baqueteado por el turismo masivo, que mantiene sus códigos, su esencia.
Juanma nos lleva con un punto de orgullo, como diciendo, "os voy a descubrir un sitio increíble, a pocos kilómetros de Valencia, que no teníais ni idea de que existía". En efecto. Toda la vida pasando de largo por Cullera, para ir a otros lugares de la costa, y ahí estaba 'El Mayo'. Más de 60 años de arroces, con el mar de fondo.
La intención es comer lo más singular del sitio: arroz a banda, servido como toca, el arroz por una parte, sin tropezones, y el pescado y la patata (con lo que se ha hecho el caldo), por otra. Nada más sentarnos nos traen chupitos de cazalla. Es una tradición costera, Palometa se llama. Se mezcla con agua, se bebe y sí, abre el apetito, tal y como nos anuncia Susi, la simpatiquísima y entregada persona que nos atiende.
Levantas la vista y ahí está la duna, (un espacio natural del litoral que está protegido, afortunadamente) y por encima, atisbando, la línea de mar azul, a poco más de 20 metros. En un arranque, mientras esperas, cruzas la duna por el camino habilitado, te zambulles en la playa solitaria y regresas a tomarte la cerveza fría y las tellinas que has pedido de aperitivo. Todo va estupendamente.
El lugar es básico: nada de elementos chics ni sofás blancos, ni marquesinas azul celeste. Encontramos el cañizo que da sombra en la amplia terraza, un interior sencillo y una carta más sencilla aún donde los arroces son lo que más importa. Pero en efecto, hay algo mágico que sucede nada más sentarte, tal y como nos explica Dori, la matriarca que empezó a regentarlo junto a su marido de entonces, hace 35 años. Antes lo habían llevado, durante 30 años, Maruja y Manolo, a cuyas hijas, María y Yolanda (Ma-Yo) se debe el nombre.
"Si tuviera que definir este sitio con una palabra sería esa, mágico. Aquí viene gente que valora la singularidad, por encima de sitios más lujosos. Tenemos muy poco público extranjero. La mayor parte de los que vienen son un público fiel, o los veraneantes de toda la vida o los que vienen de Valencia porque les han hablado del sitio". Por cierto, ese boca a boca se realiza como si contaran un secreto: es un sitio muy chulo, inusual, tranquilo, donde se come bien, ¡en la playa! Como para no tener ganas de descubrirlo.
Cullera es un pueblo rodeado de arrozales y desde siempre han tenido muy buena fama las paellas de sus restaurantes. Y esta arrocería lo confirma. El arroz a banda que nos sirven (socarrat incluido, que nos pirra a todos, valencianos o madrileños, da igual), tiene el grosor ideal, el sabor perfecto. El pescado, fresco, lo llevan hasta el restaurante los proveedores habituales, que también se encargan de acercarles el producto local del resto del menú. Con ese pescado hacen el fondo, el caldo. Después lo sirven, junto a la patata que también ha servido para darle sabor a todo, en un plato aparte. El truco está en juntarlo todo, una vez en la mesa: unir las cucharadas de arroz con los trozos de pescado y de patata. Un hallazgo.
Dori, que es la cocinera ese día, la que nos ha hecho con esmero el arroz, sale después a saludarnos, se sienta con nosotros y nos cuenta su historia. No sabemos cuántas paellas habrá hecho ese día (pueden llegar a cocinar más de 30. Siete días a la semana, del 15 de junio al 15 de septiembre, durante cuatro décadas) pero desde luego la nuestra parece única. Esa es la clave. Dori resume pronto y le pasa el testigo a su hija Andrea, la niña que se crió literalmente allí, en ese antiguo merendero de arena, que es la que lleva el timón desde hace casi 20 años.
Andrea Azahara tiene 37 años. Llegó a este paraíso propio con dos años apenas, (sesteaba en una cuna de madera mientras su familia trasteaba de la cocina a las mesas) se instaló junto a su padres y su hermana en las habitaciones que se habilitaron para vivir, y salvo viajes, momentos vitales puntuales, toda su vida la ha pasado allí, mirando al mar.
"Lo abrimos un 29 de mayo de hace ya 35 años. Me acuerdo de todo, de lo que me gustaba esto. Yo me pasaba aquí seis meses seguidos, sin casi pisar otro lugar. Y me encantaba corretear detrás de mi padre, que ¡servía las mesas descalzo!, y de ayudar a mi madre y a mi abuela cuando me dejaban. Mi obsesión desde pequeña era trabajar aquí. Yo llevaba el cambio a las mesas, los paquetes de papas… Cualquier cosa que pudiera hacer. Y me acuerdo de las mañanas, de los rayos de sol naranja entrando al amanecer y de cómo cuando cumplí siete años mi abuela, que trabajaba con mis padres, me dejó cortar por fin la tarta comtessa y el melón".
Pasar la infancia aquí, en este lugar, un poco salvaje, y libre, con el mar a tu disposición, puede marcarte la vida para bien. Ese ha sido el caso de Andrea, que estudió Sociología pero volvió aquí; que vivió en París (donde trabajaba como maquilladora profesional para Yves Saint Laurent. Dato: rechazó una oferta para trabajar en 'Juego de Tronos') pero volvió aquí; que viajó, probó otras cosas, otras ciudades, pero volvió aquí. Y aquí sigue. Poniéndole a los arroces su punto, su esmero, sus trucos. Y procurando criar a su hija de dos años en la misma naturaleza abierta y luminosa en la que ella se crió. A los 17 años la dejaron entrar en la cocina por fin, "a fregar, ¿eh?, no te creas, y a limpiar clóchinas, y a preparar aperitivos, y luego ya en otro nivel ¡el plato combinado!. Lo disfrutaba todo tanto…", recuerda Andrea.
Un día, con 17 años, en una batalla campal de trabajo, su madre tuvo una crisis nerviosa y ella decidió coger las riendas. "Le dije que ya bastaba, que tenía mucho a sus espaldas, que yo me iba a poner". Y llegó su primer arroz a banda, que su abuela le había enseñado a cocinar paso a paso, poniéndole amor, paciencia, buen producto, cuidando bien el fondo, que se hace con muy poco pero con mucho, y una hebra de azafrán, casi como un ritual.
Aquel chiringuito inicial era también el lugar favorito de la comuna de alemanes que pasaban tres meses en sus caravanas, justo en el aparcadero de detrás de 'El Mayo'. "Venían a todas horas. Eran como de la casa. Mi hermana y yo cenábamos con ellos, nos cuidaban… Familias muy viajeras, parejas de hippies, de aventureros, eran como una comuna, efectivamente, de hecho la playa se sigue llamando así, la de los alemanes. Ellos y toda la gente que vino a 'El Mayo' fueron fundamentales en mi vida, la redirigieron en realidad".
La playa de los alemanes, donde se asienta 'El Mayo', la transita poca gente. ¿Y cómo es eso posible, en una zona costera tan concurrida, tan turística? Según los que la conocen, funciona una especie de filtro natural. Andrea también lo cree. "Tú vienes aquí buscando algo en concreto (naturaleza, tranquilidad, algo especial, música relajada en directo) y rechazando algo concreto también (fiesta, demasiado bullicio, contacto social. No es un lugar de desfase). Es verdad que todo aquí es un poco más caro, desde un parking hasta una cerveza, pero tienes más calidad. En realidad en esta playa somos cuatro, que llevamos toda la vida. Y sí, es una historia de vida… Yo creo que hay algo alrededor que hace que siempre caiga gente fabulosa aquí".
Un día los alemanes se marcharon. "Yo creo que la hostelería de la zona empezó (nosotros también) a maltratarlos un poco, cobrando demasiado por los servicios. Así que se fueron yendo, a Benidorm por ejemplo, donde todo era más razonable… Cerraron el aparcamiento donde vivían con sus caravanas". Fue una época dura, controvertida, de crisis pero Andrea no desistió. Podría haber seguido con su perfil habitual, sin aventurarse, pero no era su estilo.
Así que hace 12 años, apoyándose en su familia, ("sin mi madre no podría llevar esto. Siempre está apoyándome"), decidió abrir también por las noches y que la música formara parte del menú: paellas por la mañana, cócteles por la tarde y música por la noche programación. "Montamos la terraza para la música, para adecuarla a la programación musical, que llevó desde el primer día mi primo Chencho, (Cicco Tiñone en el mundo musical) que para mí es como mi hermano.
Chencho es músico y programador musical y queríamos darle al sitio un código, una seña de identidad, que nos reconocieran por algo más. El primer concierto que hicimos fue suyo, con su música. Cada viernes y cada sábado por la noche traemos a grupos, a solistas, se les paga un caché pequeño y les invitamos a cenar. Música indie, rock, reggae, covers, tributos, bossa, blues, cantautores, todo menos reggaeton o música más comercial", apunta Andrea, convencida.
El grupo de rock independiente, con toques de blues, Jonny B Zero, (que por cierto, aprovecho para recomendar mucho) la cantante de soul Lizzy Lee, o el cantautor Txema Mendizábal han sido algunos de los músicos que han formado parte de la programación. El plan es llegar a cenar sobre las nueve y escuchar la música, a partir de las diez y media.
¿Y cómo ven el futuro los dueños de 'El Mayo'? Pues parece que con la misma pasión que ha obrado el milagro a lo largo de todos estos años. "Nos han ofrecido cheques en blanco, pero no. No puedo pensar en lo que supondría para mi perder este sitio, creo que perdería mi identidad… Y eso que quiero aprender a vivir sin aferrarme tanto a nada. Pero llevo dirigiendo esto desde los 17 años… Puedo no saber dónde tengo las llaves de casa pero aquí sé quién lleva cada mesa, lo que quieren, qué les falta… Aquí sé quién soy y lo que quiero", asegura.
La comida se ha alargado mucho, hemos tomado cócteles, hemos caminado hasta el orilla, hemos dicho cien veces, qué bien se está, qué bien hemos comido… Juanma, el que nos ha llevado hasta este lugar sigue ufano, "este es de los pocos sitios de la zona donde puedo estar a gusto con los míos, con mi entorno", apunta. Pepe también lo tiene claro al explicar lo que más le ha gustado: "la brisa, la tertulia con los amigos, me tratan bien, no hay tonterías, y ¡se come bien!". Un lugar al que volver.