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La leyenda dice que un dios lanzó las semillas a los habitantes de las altiplanicies de los Andes para que no murieran de hambre hace miles de años; no hace tanto, solo unos 500 -desde 1.600 según David Fernández, fundador de las patatas Vallucas- llegaron al valle de Valderredible, en la Cantabria sur, a orillas del Ebro. También han matado aquí mucha hambre, como en la península. Ahora compiten en la gran liga, la de las mejores de Europa, comparables a las otras famosas patatas: las gallegas.
Hay toneladas de razones para esa competencia. Afloran de cada surco sembrado en mayo, crecen en verano y estallan a finales de agosto hasta últimos de noviembre. Este es el tiempo de recogida, de venta, de olor a tierra removida, de nueva patata de Valderredible, ya sea la variedad agria -la más sembrada-, la baraka, la spunta, la jaerla o la monalisa.
A principios del verano, admiramos la flor blanca de los patatales, sanos, peleones, a las orillas del Ebro. En esa época los campos están aún deslumbrantes de verde porque, aunque este valle es la tierra más al sur de Cantabria -la que limita con Burgos y Palencia-, lo del amarillo secarral dura escasas semanas.
“Nosotros, la que más usamos es la agria. Y la spunta para el puchero. Aunque hay hasta 30 variedades y en este valle se cultiva aún poca patata para lo que se podría hacer”, explica un entusiasta David Fernández, el fundador de las patatas Vallucas, una fábrica nacida hace poco más de tres años.
Sus productos, sus bolsas de patatas a la sal, al huevo frito, pronto se han instalado en las tiendas gourmet, primero en Cantabria, luego de toda la zona norte de España y bajan rápido Despeñaperros. “Han venido los de las teles”, reconoce Víctor, con cierto pudor y retranca, mientras las patatas -ya peladas- caen a la freidora en la que trajina el padre.
David y su hermano pequeño son dos enamorados de su tierra, y el pequeño lo verbaliza más. “Yo no me quiero ir de aquí, me gusta el contacto con la naturaleza, he estudiado un ciclo superior de recursos paisajísticos y naturales. Que esta fábrica tire, es una esperanza. Ya somos cinco trabajando”. La comarca está marcada por la brutal despoblación que sufrió en los años 60, pero lucha y se empeña en salir del cartel de la España vaciada.
La cosa marcha, porque David y otros compañeros están embarcados en conseguir la Indicación Geográfica Protegida (la IGP) para las patatas del valle, especiales, diferentes, a las que no se les debe lavar por no quitar la tierra y las pintas marrones que llevan. “No se lavan porque tienen el sello de calidad controlada”, añade el mayor de los Fernández, que es presidente de la Asociación de la IGP y define las características de este tubérculo “tan especial aquí, por su clima, en la ribera del Ebro, con los cambios de altura y de temperaturas extremas. Hacen que las patatas se infiltren de los minerales necesarios”, presume el presidente de esta asociación que va a llevar a la Unión Europea la denominación especial para el producto.
Chema -José María López Postigo- recoge las patatas con el tractor “según me consiente el tiempo”, por eso queda con el fotógrafo un día que no haya lluvia. Lleva 35 años sembrando patatas -y antes sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos- porque “es la bandera de este valle. Casi no tenemos otra cosa. Ya a principios del siglo pasado, cuando se fundó el hospital de Valdecilla no había dinero para enviar, pero sí se juntaban los agricultores para mandar unos cuantos carros de patatas y ayudar en la comida de los enfermos del hospital”. De nuevo el hambre, esa que sacia el tubérculo maravilloso, ya sea agria o baraka o monalisa; de color amarillo, morado, marrón.
“Yo recojo unas 300 toneladas, casi toda de agria, porque es la mejor para todo, freír y guisar. Vienen de Holanda”, remata Chema, aunque como recordaba David, fue allá por el siglo XVII cuando un boliviano o un cubano -no hay consenso- la introdujo entre los 53 pueblos del valle. Hoy, si vas a turistear por alguno de estos lugares -maravillosos- y no quieres marcharte sin tu producto estrella, no tienes más que preguntar a quien te topes: “¿dónde se compran patatas?”. Y te indicarán una casa, un almacén, una ventana adonde llamar.
Las de Chema, en Cubillo de Ebro, donde tiene su almacén, te las puedes llevar por 10 euros el saco de 25 kilos. “Me gusta que la gente que viene de visita se lleve un saco. Aunque gane poco o nada con ello. A veces, te lo digo de verdad, les digo: ve al almacén, coge el saco y dejas allí encima el dinero. Pongo un cartel en el cruce, desde ahora hasta abril. Para que la gente se lleve algo de aquí”, comenta.
Las de David y Víctor puedes comprarlas en Villanueva de la Nía, en la misma fábrica, donde tienen una tienda muy cuca con otros productos del valle y los alrededores, como la cerveza o algunas conservas. Y con las patatas de Chema o de Juan Bautista Ruiz, otro de los agricultores de la zona.
En estas riberas del Ebro nadie hizo -que se sepa- un pastel de piel de patata como el de La Sociedad Literaria de la Isla de Guernsey, la maravillosa novela de Mary Ann Shaffer y Annie Barrows, pero sí que se preparan fantásticos pucheros de patatas con costilla, sorropotún o la olla ferroviaria.
De esa olla ferroviaria, David Fernández se declara “un fenómeno. Que lo digan mis amigos, en serio. Yo hago una olla ferroviaria -la que inventaron aquellos ferroviarios del tren de La Robla- con patatas que es la mejor”. Naturalmente, a nadie se le ocurre cortar la patata. Se trinchan, como Dios manda, y se dejan las horas que haga falta, como hacían los ferroviarios con su olla sobre carbón desde Bilbao hasta la Robla.
Acaba Chema la jornada de la recogida de patata en un día de octubre, como terminó Gregory Kaplan de internarse en el patatal en un día de julio, cuando comenzaban las matas a lucir sus flores blancas. Huele a húmedo la tierra levantada por el tractor y suena el rumor del Ebro, la orquesta de fondo de este valle que nunca termina de descubrirse.
Las patatas no hablan -tampoco las iglesias rústicas de Millán y sus seguidores- pero si los soldados que acompañaban a Gonzalo Jiménez de Quesada en la conquista de América olieran las ollas y los guisos del mediodía en los hogares de estos pueblos, resucitarían. Ellos fueron los primeros europeos en comer las patatas sin miedo, pudo más el hambre que el asco. Hoy es un manjar, un lujito para foodies si te atreves a hacerles una gracia en el guiso. Porque la materia prima de la tierra de Valderredible es una garantía de éxito.