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Estas tapas de Jaén se sirven en tabernas de toda la vida, algunas centenarias, en las que los clientes asiduos se mezclan con turistas atraídos por la autenticidad de sus platos, el salero de los jienenses y el encanto de locales sencillos que te hacen sentir como en casa. Y, como en la de la abuela, ni se te ocurra dejar nada en el plato.
Si por algo es conocido este clásico de Jaén es por su ya emblemático Rossini, inventado hace 35 años por el padre de Carlos de Pablo, actual dueño del bar, que lo define como "el cóctel de vino de la casa". "Hasta nos dieron un premio", cuenta sonriente. Prueba de su éxito es que las mesas de los clientes están repletas de vasos con esta pócima rosada, que compite de cerca con el vermú, otro de los manjares líquidos del lugar.
Ambos maridan a la perfección con las abundantes tapas. El montado de morcilla o el de habas con bacalao, tomate rallado y cebolla son algunos de los más típicos, que se sirven en plato de plástico, sin pretensiones. Pero la auténtica explosión de sabores se produce con la especialidad de la casa: las migas con avíos, que reúnen en un solo plato una infinidad de productos. Chorizo, pimiento verde, melón, fresas, uvas, piña y tocino, que se dice pronto.
"Es cocina de la casa de toda la vida, del mercado. Todos los productos vienen de allí", cuenta Carlos, que en los 70 empezó a echarle una mano a su padre y desde entonces no se ha marchado. "El secreto para mantenerlo es estar en todo momento", confiesa. Por eso también buena parte de los clientes son "los de siempre, los que venían cuando tenían 20 años y que siguen viniendo, ya casados y con hijos: generaciones y generaciones que no nos dejan".
La taberna más antigua de Jaén (1886) es un auténtico museo. La culpa la tiene José Serrano, Pepe, que, además de declararse amante de las antigüedades, es su dueño desde 1958. "Era un negocio de bebidas nada más, no había comida, y yo empecé a meter tapitas y bocadillos de caballa con musa (mayonesa), a darle vidilla al negocio", recuerda. Y ahí se quedó, aunque ahora retirado en el extremo de la barra, donde dice estar solo "de mirón", esperando para charlar con cualquiera que saque un ratito.
De sus muy generosas tapas (y gratuitas, claro), la preferida es la pipirrana: pimiento verde, cebolla, huevo, bien de ajo, atún, tomate machacado y un chorro de aceite –¡que nunca falte!–. Una refrescante combinación de productos de la tierra en la que apetece mojar hasta el último trozo de pan. La patata asada con especias y las migas son otros de los ojitos derechos que se acumulan en la barra y mesas de madera que, como los taburetes, hizo Pepe con sus manos.
Todo se disfruta entre decenas de fotografías, retratos, figuras, incontables utensilios y alguna que otra joya. Como su bodega del piso inferior, antiguamente repleta de cubas de vino y hoy reconvertida en una cueva comedor. El pomo de la puerta es la mano de Eva cogiendo la manzana, las mesas son máquinas de coser, se come alrededor de un pozo que sigue activo y todo lo vigila desde el rincón una figura caricaturesca de madera del mismo Pepe. "La tengo atada con una cadena porque me la habían robado, ¿te lo puedes creer?".
Es uno de los más visitados por los expertos tapeadores de la ciudad. El mimo de la cocina y el ambiente cercano del pequeño lugar son los principales responsables de que, nada más cruzar el umbral de la puerta, te sientas en casa. Porque las decenas de conversaciones que tienen lugar a la vez no le restan ni un poco de intimidad a la taberna. Pedro Muñoz Pulpillo –"de pulpo pequeño", bromea-, lo sabe, por algo está al mando desde 1983.
"Todos los platos salen bien", afirma con rotundidad. Y es difícil contradecirle. Eso sí, sus tapas estrella no están hechas para los amantes de lo light: chorizo con manteca, queso añejo en aceite o paté de perdiz son algunas de ellas, aunque van cambiando a lo largo del mismo día. "Lo que gastamos mucho son las verduras de temporada: ahora estamos todo el día con revueltos de espárragos o collejas, con jamón y piñones", cuenta en el poco tiempo que logra sacar para charlar entre carrera y carrera por el local; flamenquín va, flamenquín viene (otro de sus platos más pedidos, por cierto).
¿La clave para llevar al pie del cañón desde hace casi cuatro décadas? "Mucho trabajo y ser un poquito cabezón", admite. Confirman que es más que suficiente las bocas llenas y los platos vacíos de los más asiduos, con los que suelen mezclarse turistas extranjeros, también atraídos por la incomparable relación calidad-precio del sitio.
Cuenta la leyenda que allá por 1918, tras el fin de la Gran Guerra, una gota de grasa cayó de un jamón que colgaba sobre las mesas de la bodega de 'El Gorrión', con tan mala suerte que fue a parar sobre el inmaculado vestido de una princesa rusa. Ruborizado por lo ocurrido y anonadado por la belleza de la misteriosa visitante, el dueño hizo todo lo posible por eliminar la mancha, hasta que la mujer lo besó en los labios y se marchó para no volver. Él quedó prendado de por vida y mantuvo intacta la pata en honor a su recuerdo.
Ese jamón centenario "momificado" es hoy uno de los principales atractivos de esta taberna, que lleva en pie desde 1888. El dueño actual, Francisco Montes, es el nieto de aquel enamoradizo tabernero y lleva el bar mano a mano con su mujer, Mayda Rivas. "Nos casaron aquí mismo en 2005", confiesa ella.
Pero además de ser un buen escenario para las historias de amor, 'El Gorrión' tiene mucho más: por ejemplo, un queso manchego añejo imprescindible. "Está en la barra todo el tiempo y no paramos de cortar. Ya mismo te pongo una tapita", dice Rivas antes de salir pitando. La consistente tapa de tocino o la de sardinas son otras de las más aplaudidas.