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Si te quieres topar con los astros de la cocina nacional durante una de las convenciones de San Sebastián, solo tienes que irte a San Jerónimo Kalea y pedirles el selfie. Están allí de buen humor, zampando los pintxos de lo que para muchos es el culmen de esta modalidad tan vasca. Su alma es una mujer a la que las ganas de cenar chuleta le cambiaron la vida.
Rotunda, clara, simpática sin empalagar, esta señora que creció en un caserío a cinco kilómetros de Eibar, está feliz porque han conseguido los primeros perretxicos de la temporada. "Como no ha llovido, no hay muchos", explica, y la sonrisa se le come las mejillas solo de ver, con el deleite y las exclamaciones, que los clientes sueltan con el primer revuelto de esta seta, un manjar al dente, tocado con un huevo sin terminar de cuajar. "Hemos pagado 150 euros por ellos. Por ser los primeros que se cogen". Bendito pago, huelen a tierra, a musgo y a primavera. Un caviar de temporada.
"De pequeña me encantaba ir con mi padre a cortar pinos y a coger setas. Y ya veis, mi marido y yo venimos del 'Bar Martínez', donde siempre se han hecho muchos champiñones y setas. Él era experto en pintxos y yo en la cocina". La tradición se mantiene, no hay más que ver el maravilloso bodegón que es la barra del 'Ganbara'. Los boletus y las angulas de monte maridan con un centollo como si tuvieran amistad desde hace siglos, no importa que unos sean de tierra profunda y el otro de mar aún más hondo.
Un poco más allá, las gildas y la ensaladilla son víctimas propiciatorias de los coreanos o los franceses que dudan entre una bandeja u otra, aunque la fuente de ensaladilla rusa –que se sirve como tapa acompañando al txikito o zurito– les tienta tanto como les desconcierta.
En la barra, Amaiur –el hijo– se ríe con un cliente de "a diario" mientras Nagore asoma por la escalera con la gran noticia: "ya hay mesa". Sí, porque el 'Ganbara' tiene unas poquitas mesas abajo y hay que peleárselas, aunque sea un día cualquiera de abril, aventado y lluvioso. Amaia está a punto de dejar una baja a la que le han castigado sus rodillas –algo tenía que tener, además de la energía– y espabila más rápido de lo que debiera. "Estamos a tope. Mi hija Iulene y su marido se han venido, nos hemos quedado con 'El Tamboril', otro clásico de aquí, muy cerca".
Lo cuenta eufórica porque ya tiene a los tres –Amaiur, Nagore y ahora Iulene– a su lado. Ah, eso sí, ella les dejó estudiar lo que quisieran. Y ejercer lo que estudiaron. Amaiur hizo audiovisuales y trabajó en una cadena nacional de tele en Barcelona; Iulene –diseñadora gráfica– y su chico Jacinto, profesor, se han venido del sur y se meten en el local nuevo. Nagore, la cerebro de las cuentas, fue la primera en regresar al lado de sus padres. Vamos, que la señora Ortuzar ha jugado con todas las armas de una amatxu, abriendo las alas para que volaran y para que volvieran.
"En 'El Tamboril' no vamos a hacer los mismos pintxos que en el 'Ganbara'. Mantendremos lo que hacían los gemelos (los anteriores dueños), para que los clientes pasen por las dos barras a probar cosas diferentes". Lo cuenta sin perder ripio de la expresión de la cliente de enfrente, que está a punto de cumplir el tópico de derramar una lágrima sobre los guisantes lágrima con huevo escalfado y espárragos de temporada. "Conste que el huevo es de los de corral de verdad, de los que se cogen", puntualiza la cocinera con orgullo.
Las cosas venían difíciles ya desde arriba, porque en la barra Amaiur había preparado a los comensales un pintxo de jamón con trufa -"a veces los hacemos con xixa"- memorable. Y aunque se habían distraído observando a las personas de la cocina y las cuatro freidoras –para pimientos, para patatas, para fritos y croquetas, y para espárragos rebozados y otras tempuras– el aroma de la trufa aún perduraba más allá del paladar y la nariz. Así que, el reto a los guisantes y la merluza –los listos no se escapan de la labia de Amaia sin probar su merluza ¡por suerte!– estaba servido. Y triunfó, claro que sí. Unas kokotxas rebozadas –de anzuelo desde luego– culminan un picoteo que acaba siendo una comida en toda regla.
"También hacemos las kokotxas a la brasa, pero es que si no son de anzuelo no es lo mismo. Aquí –salvo excepciones que cuento con un dedo– lo de ir a la lonja ya no se lleva. Hacemos los pedidos por la noche al pescadero, para que tenga margen de conseguir lo que queremos". Todo esto lo relata mientras sus ojos vivaces recorren las mesas a su alrededor, pendientes de que todo esté en orden.
Con las mismas, pasa a sus recuerdos, da igual que fueran más o menos alegres, todo tiene sonrisa en su relato. "Me sacaron de estudiar con 15 años. Lo que lloré…, pero en esa época no se podía protestar. Mi hermana mayor era modista, la otra trabajaba en una casa. Mi hermana me acompañó a una entrevista en el restaurante 'Guria' de Bilbao, [pero el dueño se quedó con mi hermana como condición para que contratarme también a mí]. Ella acabó volviendo, entró en 'Casa Trapos' y me llamó". El reclamo era importante, "me dijo: 'vente para acá, que cenamos chuleta'. Chuleta que en realidad era de las esquinas de la pieza, pero tan rica. En aquellos tiempos eso era mucho".
Y da la casualidad que enfrente del 'Trapos' estaba el 'Casa Martínez', donde había un mozo estupendo. "Mi Martínez, sí. Nos casamos de penalti, que todo hay que decirlo. Pero tan contentos. Mi marido es el artífice de los pintxos del 'Ganbara' y yo de la cocina, así ha sido desde hace 35 años, que nos buscamos este local. Lo debimos hacer bien, porque incluso en los tiempos duros la gente daba la vuelta para venir a comer los pintxos”.
Al tiempo que Amaia Ortuzar ha ido desgranando la charla, sin perder detalle de los platos que caían sobre la mesa, Amaiur tiraba de su carta de vinos, resultado de otra historia de reenganche a la casa. "Estudié y estuve diez años en Barcelona, trabajando en laSexta. Pero siempre he tenido como hobby los vinos. Hacía cursos de cata, con Quim Vila. Cuando volví, comencé a cambiar la bodega clásica, con mucho peso de Rioja y Rivera". Picado por el gusanillo, buscó vinos artesanales, de pequeñas bodegas en los que prevalece el trabajo del viticultor por encima del enólogo.
"Quiero que la gente joven se atreva con ellos, que les dé una oportunidad frente a la cerveza. En la carta han entrado blancos con estructura para pescados y tintos fluidos o riesling secos. También hay vinos de Borgoña, Jura, Langedoc, Alsacia, Loira o Ródano. Una buena representación de Rías Baixas, que creo que encajan muy bien con lo que hacemos, pero también jereces, cavas interesantes y champagne".
Así son los Martínez Ortuzar, alrededor de una mesa o frente a una barra –cuando no están desbordados– te arrastran hacia ese calor tan del 'Ganbara', que sale por la puerta, se expande por la calle y llega hasta la misma Concha.